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sábado, 8 de agosto de 2020

Juan Carlos, el cazador huido

Rosa Raydán,
ÚN, 7-8-2020.

TAL PARA CUAL.
A sus 82 años y tras 40 de reinado (1975-2014), todo indica que Juan Carlos de Borbón será recordado por la seguidilla de escándalos que lo persiguen durante la última etapa de su vida. El soberano, que llegó al poder gracias a la anuencia del dictador Francisco Franco, seis años después de su abdicación informó que deja España evadiendo una investigación judicial que sacó a la luz una densa urdimbre de corrupción, sobornos y tambaleos éticos. Las acusaciones no parecieran encajar con el perfil de rey apacible y bonachón que vendieron las revistas del corazón, ni mucho menos con el del Jefe de Estado aplomado a quien se le atribuye el paradójico mérito para un monarca de haber restituido la democracia de su país. La masa que lo adversa dice que huye y el ágora pública se debate entre condenarlo al paredón del odio o a la benevolencia triste de la lástima.

«Con el mismo afán de servicio a España que inspiró mi reinado y ante la repercusión pública que están generando ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada, deseo manifestarte mi más absoluta disponibilidad para contribuir a facilitar el ejercicio de tus funciones, desde la tranquilidad y el sosiego que requiere tu alta responsabilidad», dice un fragmento de la carta pública que escribió Juan Carlos I a su hijo, el rey Felipe VI, con la cual informa a este y al pueblo su decisión de autoexiliarse.

Con su partida deja en el aire una investigación de las autoridades suizas y españolas que se basa en acusaciones que lo relacionan con tráfico de influencias para la construcción de un tren rápido en Arabia Saudita, acciones con las presuntamente logró favorecer a empresarios españoles y que, afirman, le valieron una comisión de cien millones de dólares depositada en paraísos fiscales. La fuente primigenia es el testimonio de una empresaria alemana, Corinna Larsen, a la que los medios de comunicación califican como testaferra y “ex amante” del rey emérito.

Pero esta imputación es solo la gota que derramó el vaso. Juan Carlos viene cargando con un acelerado desplome de su imagen pública que comenzó en 2007 con el famoso “¿Por qué no te callas?” a Hugo Chávez, siguiendo en 2011 con el juicio por corrupción devenido en telenovela de la vida real que tuvo como protagonista a su hija Cristina y a su yerno Iñaki Urdangarín, y como corolario, con el episodio de la cacería de elefantes en África en 2012 que le dejó como saldo la cadera fracturada, un penoso acto de contrición frente a las cámaras y el reproche nacional e internacional.

En el nombre del padre

A estas alturas de la historia sazonar con épica los datos biográficos de los personajes de las monarquías es un burdo lugar común reservado a los medios de comunicación sensacionalistas y a los comentaristas de farándula nostálgica. En el caso de Juan Carlos de Borbón, si algo hay que agregar como nota al margen de su aparatosa salida de la vida pública española es la historia cíclica que lo persigue como padre, como hijo y como rey.

Nació en 1938 en Roma, Italia, mientras su familia comenzaba un largo exilio tras la proclamación de la Segunda República en 1931 y la posterior asunción de Franco como dictador de España. Su Padre, Juan de Borbón, estaba llamado a reinar como heredero de un linaje que se remonta a 1700. Se supone que sería el rey Juan III y que asumiría como soberano sucediendo a su padre Alfonso XIII, quien previamente había renunciado al trono luego de un plebiscito ganado por la izquierda. Sus dos hermanos mayores se habían negado a reivindicar sus derechos dinásticos y la monarquía española parecía haberse extinguido, pero Juan de Borbón estaba decidido a resucitar su casa real, y para ello movía los hilos políticos de toda Europa.

Con ese paisaje de fondo Juan Carlos nació como segundogénito del rey en espera, y se posicionó como siguiente en la línea de sucesión al trono dado que su hermana mayor no era elegible en razón de su género. A los diez años pisó España por primera vez para emprender estudios, y desde entonces creció bajo el amparo y tutoría de Franco, quien en el afán de tenerlo cerca por razones prácticas del ejercicio del poder terminó asumiéndolo como su pupilo más dilecto, facturando para siempre, como era lógico, la relación del joven príncipe con su padre en el exilio.

Franco gobernó entre 1936 y 1975, al frente de un régimen férreo e ideológicamente heterodoxo de marco fascista que autoproclamaba su corriente como “nacionalcatolicismo”. En ese contexto Juan Carlos creció y desarrolló sus perspectivas y posibilidades políticas, al punto que Franco legisló a favor de otorgarle el poder absoluto al momento de su fallecimiento. Lo cual cumplió.

La contraprestación exigida por el caudillo al aspirante a monarca para cederle sin traumas el don de mando era su promesa de lealtad al proyecto de país erigido a sangre y fuego por cuatro décadas. Juan Carlos accedió, prestando juramento público al momento de su coronación, pero una vez a cargo no solo desconoció el designio, sino que propició los cambios necesarios para que España promulgara una nueva Constitución y se encaminara hacia un modelo de democracia parlamentaria que conviviera con la jefatura de Estado ejercida por el monarca.

La asunción al poder de Juan Carlos fracturó para siempre la relación con su padre Juan de Borbón, quien falleció en 1993. El rey en exilio jamás aceptó la cercanía de su hijo con el dictador que lo mantenía defenestrado del trono que asumía como legítimamente suyo, y mucho menos estuvo de acuerdo con la línea de sucesión accidental que Franco proponía y finalmente consumó, en la cual él quedaba fuera de todo derecho.

Hoy, los acontecimientos que impulsan a Juan Carlos a abandonar España ponen contra las cuerdas al reinado de su hijo Felipe, quien para desmarcarse del prontuario que le achacan a su progenitor renunció a su herencia, lo privó de cualquier estipendio público y lo liberó de todo compromiso relacionado con su investidura. Se repite la historia parento filial pero a la inversa.

Banquete republicano

El escándalo de corrupción que señala a Juan Carlos I ha vuelto a poner sobre la mesa la discusión de república versus monarquía en la opinión pública española. La Casa de Borbón, que en trescientos años al frente del poder ha sorteado guerras civiles, golpes de Estado, dictadura, pugnas familiares, tragedias y atentados, se ve hoy en uno de sus más duros laberintos, con un pueblo que le exige respuestas radicales desde las más altas investiduras.

En 2018 una encuesta realizada por Ipsos Global Advisor en 28 países arrojaba que la monarquía española era la que menos apoyo tenía de su pueblo entre el universo de países europeos bajo ese régimen. El sondeo decía que dos de cada cinco españoles se mostraban a favor de la abolición.

Más recientemente, este mismo año, una encuesta realizada por Sináptica para el diario español Público,reflejó un amplio descontento del pueblo español para con su familia real acentuado por la crisis del Coronavirus, y afirmó que un 52% de los encuestados estaban a favor de que España fuese proclamada una república. Asimismo, 58,2% estaba de acuerdo con la realización de un referendo con el cual decidir de forma colectiva la continuidad o no del régimen monárquico.

Las redes sociales le exigen respuestas a Juan Carlos y a Felipe, comenzando por el propio vicepresidente de España, Pablo Iglesias, que condenó la partida del soberano emérito y abogó por un “horizonte republicano”.

El arcoiris de la opinión pública entre los no monárquicos van desde quienes piden al actual rey una reforma integral de la legislación que ampara a la monarquía para desterrar la impunidad, hasta quienes a rajatabla ven la oportunidad de acabar con un sistema de ejercicio de poder que consideran obsoleto.

El Ayuntamiento de Gijón decidió retirar el nombre de Juan Carlos I a una de sus avenidas y varios medios de comunicación recogen firmas que piden quitarle al antiguo rey su nombramiento como “Emérito”. El linchamiento mediático al otrora monarca es descarnado, y en su ferocidad algunos analistas ven una estrategia: la de contrastarlo al máximo con su hijo, el actual rey. Usar a Juan Carlos I ya en su fecha de caducidad como chivo expiatorio de los negocios familiares salva con honra su hijo, quien hoy ostenta el poder y por tanto requiere ante todo de pulcritud en su imagen. Ergo, lanzar a Juan Carlos I a la hoguera es al mismo tiempo salvar a la monarquía.

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