Ignacio Ramonet,
Le Monde Diplomatique.
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Dr. Ignacio Ramonet. |
MENDIGANDO PUERTO...
En aquel momento, a bordo del Zaandam, anclado en medio de la rada, ningún viajero presentaba aún síntomas de la nueva neumonía. El capitán había ordenado que se les tomara a cada uno la temperatura para ir preparando la documentación exigida por las autoridades chilenas. Nadie tenía fiebre. Todo el mundo estaba listo para desembarcar, a pesar de las protestas en el puerto. Un pasajero francés, escritor, Olivier Barrot, conferenciante literario a bordo, recuerda aquel episodio: “En ese instante, pensábamos poder desembarcar. Pasamos los controles de pasaportes. Nos tomaron la temperatura. Pero no, ¡niet! No nos autorizaron... En París, mi familia empezó a preocuparse. Más que yo. Porque todo el mundo veía lo que estaba pasando...”.
Una viajera canadiense, Anne Graham, de Qualicum Beach (Columbia Británica), recordó que el capitán los había tranquilizado diciéndoles que se hallaban “probablemente en uno de los lugares más saludables del planeta en ese momento”... Otro pasajero, el escocés Ian Rae, también conserva memoria de aquella circunstancia: “Estábamos anclados frente a Punta Arenas cuando empezaron las negociaciones para intentar que desembarcáramos. A todos los pasajeros se les había tomado la temperatura y todos estábamos ok. Nos quedamos esperando... Al cabo de treinta y seis horas, las autoridades locales nos informaron de que teníamos que pasar la cuarentena a bordo. Anclados ahí... Sin movernos... Durante catorce días... Entonces el capitán dio orden de levar anclas y de poner rumbo al norte”. Orlando Ashford, Presidente de la empresa Holland America, propietaria de la embarcación, confirmó la doble respuesta contradictoria de los dirigentes chilenos: “A pesar de las promesas previas de las autoridades locales de que nuestros viajeros podrían desembarcar en Punta Arenas para tomar vuelos, finalmente no se nos permitió hacerlo...”.
Ese trance fue decisivo. El barco de la fantasía acababa de chocar contra el escollo de la realidad. En este Estrecho donde tantas naves se habían hundido a lo largo de los siglos, también se hundían ahora, aquí, muchos sueños de los viajeros. Era el naufragio simbólico. Los zaandamnautas constataban, con cierta amargura, que, como dice Lao Tse, “quien inventó el barco, también inventó el naufragio”... Empezaba entonces la larga odisea del retorno a casa de los pasajeros, los tripulantes y el barco. Sin ninguna seguridad de poder desembarcar en algún lugar... Porque, al mismo tiempo, más de una decena de otros cruceros ya habían sido rechazados por diversas ciudades del sur de Argentina y de Chile...
La idea del capitán era timonear hacia el norte a lo largo de la costa chilena con la esperanza de que algún puerto, por razones humanitarias, les permitiera atracar. Pero, repito, por esas fechas, todos los puertos del Cono Sur estaban cerrados. En aquel momento, Europa (en particular Italia y España) se había convertido en el epicentro mundial de la pandemia y ya había cerrado sus propias fronteras terrestres, sus puertos, sus aeropuertos... América Latina trataba de evitar que el letal Coronavirus se propagase con idéntica virulencia en sus territorios.
Después de surcar la parte occidental del Estrecho, bordeando el cabo Froward y su gigantesca cruz – punto más meridional de la península de Brunswick y que es a la vez el extremo sur del continente americano–, el Zaandam dejó a babor la isla Carlos III y rozó, a estribor, los islotes Evangelistas entrando así en el gran océano Pacífico, como lo había nombrado el propio Magallanes. Pasó delante de la grandiosa boca del Estrecho de Nelson, percibiendo a estribor, en la lejanía, el hermoso Canal Sarmiento, y se dejó llevar por la fría corriente de Humboldt que, viniendo del Antártico, sube hacia la línea del ecuador ‘lamiendo’ las orillas de toda la costa oeste de América del Sur hasta Guayaquil y las islas Galápagos.
No todos los pasajeros, embriagados por la feroz belleza de los paisajes australes, tenían conciencia de estar viviendo un momento dramático. Seguían frecuentando los bares, los restaurantes, el casino... La festiva rutina interna casi no se había modificado. Claro, ya no visitarían Ushuaia, ni verían el legendario Cabo de Hornos, dos de los principales objetivos de su viaje. Pero continuaban surcando los mares en medio de parajes fabulosos y eso, en cierta medida, los consolaba. “A bordo -cuenta Françoise Soubra, una pasajera jubilada francesa- la gente no estaba particularmente preocupada. La vida seguía su curso, el viaje se prolongaba. Confiábamos en poder desembarcar en la próxima escala...”. “Hacía un tiempo espléndido –confirma el escritor francés Olivier Barrot–, un cielo luminoso, puestas de sol y amaneceres preciosos. La gente leía, escuchaba música, veía televisión (americana...), se angustiaba un poco. Reinaba lo que podríamos llamar una ‘serenidad tensa’, pero sobre todo nos aburríamos...”.
Algunos cruceristas se preocupaban un poco más. Por ejemplo, a Claudia Osiani, 64 años –que viajaba con su esposo Juan Federico Henning, 66 años, ambos argentinos– le parecía normal que los países se protegieran contra la Covid-19; no comprendía la actitud frívola de algunos pasajeros. Estimaba que reinaba a bordo cierta inconsciencia, por no decir irresponsabilidad: “Entiendo que todos los países estén asustados y confundidos, tratando de ver qué hacer frente a una pandemia. Comprendo que deseen cerrarlo todo para tratar de contenerla. Esta es una emergencia humanitaria, así que lo entiendo. Lo que no entiendo es que, a pesar de lo que sabíamos que estaba aconteciendo en el mundo, muchos pasajeros, en particular los europeos, siguieran de fiesta sin importarles que las condiciones dentro del barco se estuviesen deteriorando. No logro entender por qué nadie entró en razón...”.
LA LEYENDA DEL ‘BUQUE FANTASMA’
El Zaandam proseguía su travesía hacia el norte. Tres mil kilómetros lo separaban de Valparaíso, cerca de Santiago de Chile, en donde, en última instancia, pensaba el capitán, con la presión de las embajadas, los pasajeros podrían desembarcar y hallar vuelos de regreso a sus hogares. Por el momento, uno tras otro, todos los puertos de su recorrido se negaban a acogerlo. A esa preocupación vino a añadirse otra mucho mayor. Después de zarpar de Punta Arenas, los médicos de a bordo le informaron de que varios turistas habían empezado a quejarse de síntomas parecidos a los de la gripe: fiebre alta, tos, problemas respiratorios, dolor de articulaciones... El problema se complicaba tanto más cuanto que la mayoría de los pasajeros del barco tenía entre sesenta y cinco y ochenta años...
Parémonos aquí un instante para recordar algo a propósito de estos ancianos que, como se ha dicho, eran los más numerosos a bordo. Pertenecían a la primera generación que creció después de la Segunda Guerra Mundial. Norteamericanos, canadienses, europeos, latinoamericanos o australianos, fueron los primeros adolescentes de la historia que constituyeron un grupo social con identidad propia. Su himno iniciático de reagrupamiento fue el rock and roll. Admiraron a Elvis Presley y a Little Richard.
Pertenecieron también a la primera generación que adoptó como “uniforme unisex”, el jeans, los pantalones vaqueros... Las mujeres fueron las primeras adolescentes que usaron, de manera sistemática, el tampón higiénico y luego la píldora anticonceptiva, dos hitos en la larga marcha de la liberación feminista. Todos veneraron a James Dean, a Marlon Brando, a Marilyn Monroe y al Che Guevara.
Fueron fans de los Beatles, y se aprendieron de memoria “Imagine” de John Lennon. Compartieron el sueño (“I have a dream”) de Martin Luther King. Cantaron a coro “Is blowing in the wind” de Bob Dylan.
Militaron en contra de la guerra de Vietnam. Simpatizaron con la Revolución Cubana. Estuvieron en Woodstock. Participaron en el gran movimiento de liberación sexual. Hicieron, cada uno a su modo y en su país, la revolución de Mayo del 68. Y eran todos, más o menos, ecologistas; de lo contrario no hubiesen pagado tan caro para ver de cerca la naturaleza salvaje, embarcados en el Zaandam. O sea, no eran unos vejestorios descerebrados, ni unos momios carcamales, humanos desechables apenas merecedores de ser carnaza de Coronavirus...
Pero sí eran personas con un altísimo riesgo frente a la Covid-19... Los pequeños centros médicos del barco no disponían de tests para detectar la nueva enfermedad. La dirección del buque decidió por consiguiente no difundir la noticia del aumento de ‘gripes’, ni dentro de la embarcación, ni sobre todo al exterior porque entonces sí que ya nadie les acogería...
Fue una pésima decisión. Porque, con el fin de no alarmar, no se adoptaron en aquel momento, cuando aún era tiempo, las indispensables medidas drásticas de aislamiento y distanciamiento. Sólo se intensificaron las desinfecciones y la higiene. No fue suficiente. Los contagios empezaron a multiplicarse. Algunos pasajeros lo notaron, se preocuparon y lo difundieron por sus redes sociales... Muy pronto el mundo entero lo supo... Como cuenta Claudia Osiani: “El crucero siempre mantuvo una higiene impecable, pero cuando el Coronavirus comenzó a propagarse dentro del barco, los oficiales no adoptaron las medidas adecuadas. Yo sugerí que debían cerrarse todos los espacios públicos de la nave, pero nadie me hizo caso”. En un video publicado en su perfil de Facebook se lamentó: “El teatro, el casino, las piscinas y el jacuzzi seguían siendo usados por todos los pasajeros...”. Claudia tenía razón. Fue otro error demorarse en cerrar las zonas comunes.
Diferentes escalas posibles –Puerto Montt, Valdivia, Concepción y hasta Puerto San Antonio que era el final previsto del crucero para la mayoría de los viajeros– rechazaron sucesivamente acoger el navío. Ni siquiera permitieron el desembarco de los ocho viajeros chilenos que venían a bordo... Lo que había empezado como un sueño se estaba tornando en auténtica pesadilla.
El Zaandam, al que la prensa internacional ya empezaba a designar como el “crucero errante”, seguía mendigando puerto mientras bogaba por el Pacífico como un buque fantasma. A este respecto, cuando pasaron cerca de la gran isla de Chiloé, los pasajeros chilenos recordaron la leyenda local del “Caleuche”, un barco que lleva a bordo a los muertos en el mar y aparece como un espectro en medio de la nada para desvanecerse de pronto, y que es presagio de mala suerte... Otros pasajeros evocaron, como el capitán Ane Jan Smit era neerlandés, una leyenda más conocida: la del “holandés errante”. Es la historia de un barco con capitán holandés cuya tripulación había sido infectada por una terrible peste. Ningún puerto les permitía desembarcar, condenándolos a navegar eternamente, sin posibilidad de pisar tierra...
El parecido con esta leyenda era tan obvio, y tan perturbador, que el músico escocés Ian Rae, que ya citamos, tuvo la idea de realizar durante aquellos días, junto con su esposa Morven, un vídeo musical para Facebook y Youtube titulado precisamente The Flying Dutchman que se volvió viral entre los turistas británicos de la nave. Todo el mundo empezó entonces a hablar de supersticiones marítimas recordando que ‘a los fantasmas les gusta vagabundear a bordo de los barcos’...
Finalmente, navegando rumbo a Valparaíso, el capitán no tuvo más remedio que hacer pública la noticia de que había casos de Covid-19 a bordo... Más tarde se sabría que decenas de pasajeros y de tripulantes se iban a infectar. Y que varios de ellos iban a fallecer a bordo.
Como en la leyenda del buque fantasma, el Zaandam se estaba convirtiendo en un cementerio flotante en busca de un muelle que se le negaba. Pero su capitán aún no se decidía a ordenar el confinamiento de los pasajeros en sus camarotes... La viajera argentina Claudia Osiani, 64 años, se empezó a preocupar: “Cuando la situación se puso más difícil, sólo nos separaron para la comida. Es decir, ya no podíamos servirnos nosotros mismos sino que alguien con guantes, detrás del vidrio, nos servía. En las mesas éramos atendidos por personas que no tenían ni mascarillas, ni guantes. En la cocina, tampoco vimos que estuvieran usando ningún tipo de protección...”.
“¿ERA MORALMENTE CORRECTO?”
Se confirmaba también que los cruceros eran focos móviles de la pandemia. Por esas fechas, en diversos mares, más de veinticinco viajes en crucero habían reportado casos de Covid-19, y al menos diez fallecimientos. Ese mismo día lunes 18 marzo, un informe de los CDC confirmó que aproximadamente doscientos casos de la nueva enfermedad en Estados Unidos, identificados en una quincena de estados, se debían a viajeros de cruceros regresados a sus hogares entre el 3 de febrero y el 13 de marzo. Lo que representaba aproximadamente el 17% del total de casos de Covid-19 reportados en Estados Unidos en aquel momento.
Recordemos que fue durante la semana del 25 de febrero cuando varias islas del Caribe (Antigua, Caymán, Guadalupe) decidieron rechazar los cruceros. Una clara señal de lo que estaba por venir. No cabía duda de que, desde ese momento, como ya lo hemos dicho, las empresas de cruceros debieron haber anulado los viajes y cesado los embarques. No lo hicieron. Y el Dr Roderick K. King, director del Instituto de Innovación de la Salud de Florida, se lo reprochó públicamente: “No se debió continuar un negocio que se desarrolla en un entorno hermético donde el SARS-CoV-2 puede proliferar rápidamente... Cerrar los ojos, no sólo ha ido en detrimento de ese modelo de negocio y de su capacidad de recuperación, sino que ha tenido enormes implicaciones para la población en general. Y podemos preguntarnos: ¿Era moralmente correcto crear un falso sentimiento de seguridad en los clientes de los cruceros?”.
Obviamente, no lo era. Pero eso no impidió, por ejemplo, que el 20 de marzo, es decir, dos días después, cuando ya estaban ocurriendo todas estas tragedias, el médico principal del crucero Coral Princess aún tuviera la osadía de dirigirles un mensaje a los pasajeros en el que les seguía garantizando que el barco constituía “uno de los lugares más seguros del mundo en ese momento”. Lo mismo que había afirmado el capitán Ane Jan Smit el 15 de marzo en Punta Arenas, ¿recuerdan? Desde entonces, a bordo de ese buque Coral Princess, por lo menos ocho viajeros y cinco tripulantes habían dado positivo a la Covid-19, y dos pasajeros habían fallecido... Era evidente que las compañías navieras habían subestimado el peligro de la nueva peste. Y que la tardanza en detener los cruceros fue causa de muertes inútiles. Otra prueba de ello es que, entre los barcos que, como el Zaandam, habían comenzado su viaje en las dos primeras semanas de marzo, siete navíos propiedad del Grupo Carnival (al que pertenece también, recordemos, el Zaandam), representaron cuarenta y nueve de las aproximadamente setenta muertes de pasajeros y tripulantes causadas por el Coronavirus...
El viernes 20 de marzo, el ’crucero errante’ capitaneado por Ane Jan Smit entró lleno de esperanza en la majestuosa bahía de Valparaíso ornada por el pintoresco anfiteatro de sus coloridos cerros. Ya todo el mundo sabía que traía la peste a bordo. Ante el temor de protestas populares como las que se habían producido en Punta Arenas y en otros puertos chilenos, el jefe de la Defensa Nacional para la Región de Valparaíso se apresuró a declarar “que no se le permitía su atraque, ni se autorizaba el descenso de los extranjeros” que viajaban en él.
El barco se mantuvo a la gira en medio de la bahía. Desde Miami, la empresa madre Holland America Line no había cesado de realizar gestiones cerca del Gobierno de Sebastián Piñera para que autorizase la salida de los pasajeros.
CUBA Y EL CASO DEL BRAEMAR
Hasta citaban el ejemplo de Cuba que, dos días antes, el miércoles 18 de marzo, había permitido el atraque en uno de sus puertos, de otro ‘crucero errante’, el MS Braemar de la compañía británica Fred Olsen Cruise Lines, en el que viajaban 682 turistas, en su mayoría británicos, y 381 tripulantes. A bordo, cuatro viajeros y un miembro de la tripulación estaban infectados de Coronavirus. Y otros veintidós pasajeros y veintiún trabajadores se hallaban en cuarentena, con ‘síntomas gripales’.
El Braemar había zarpado de Southampton (Inglaterra) el 13 de febrero rumbo al Caribe, y el 27 de ese mes, debido a que varios pasajeros presentaban ‘síntomas gripales’, ya había sido rechazado en República Dominicana... Llegó a Cartagena de Indias (Colombia), el domingo 8 de marzo, donde las autoridades locales únicamente permitieron el desembarque de una turista estadounidense diagnosticada con Coronavirus. Después de zarpar de allí, se manifestaron otros cinco casos de contagio a bordo... Por esa razón, los puertos de Willemstad (Curazao) y Bridgetown (Barbados) también lo habían rechazado.
El Braemar se puso a mendigar puerto por toda la cuenca del Caribe. Sin éxito. No lo aceptaron, por ‘apestado’, en la ciudad colombiana de Barranquilla. Igualmente, Estados Unidos no le permitió acercarse a ninguno de sus puertos. “Para proteger la salud y la seguridad de sus habitantes”, Bahamas también le negó acceso a los muelles de Nassau, a pesar de que el Braemar navega bajo su bandera y que ese país es miembro de la Commonwealth británica... Sólo le concedieron permiso para reabastecerse de alimentos, combustible y medicamentos, y se autorizó la subida a bordo de dos médicos y dos enfermeras para reforzar al equipo sanitario...
Ante el temor de que este otro ‘crucero maldito’ tuviera que recorrer el largo camino de regreso al Reino Unido mientras a bordo seguían infectándose, los familiares y amigos de los viajeros empezaron a hacer una intensa campaña en las redes sociales para que el Gobierno de Boris Johnson tomara cartas en el asunto... El diario británico The Daily Mail reprodujo sus quejas: “A bordo del Braemar -denunció, por ejemplo, Helen Littlewood, de Norfolk, cuya madre de 74 años viajaba en el barco- hay un grupo muy vulnerable de personas con mucho riesgo. Mi madre es una de ellas, tiene presión arterial alta, dificultades respiratorias y asma. Si no se ayuda a ese buque, morirá...”. Las suplicaciones como ésta se multiplicaron. Y el Gobierno de Boris Johnson pensó entonces en solicitar la ayuda de Cuba, reconocida potencia médica internacional. En aquel momento, La Habana aún no había cerrado sus fronteras. El presidente Miguel Díaz-Canel lo anunciaría el viernes 20 de marzo, y la medida no entraría en vigor más que el 2 de abril. De ese modo, contrariamente a la actitud insolidaria que habían mostrado tantos gobiernos de la región, La Habana aceptó brindar un alivio humanista a los afectados y a sus familiares, accediendo a dar entrada, como dijimos, el miércoles 18 de marzo al Braemar en el puerto de Mariel: “Son tiempos de solidaridad, de entender la salud como un derecho humano, y de fortalecer la cooperación internacional”, declaró el Ministerio cubano de Relaciones Exteriores. El personal de salud organizó, ese mismo día, a través de un corredor sanitario, el traslado de los pasajeros británicos hasta el aeropuerto internacional de La Habana desde donde pudieron volar de regreso al Reino Unido en cuatro aviones chárter. El último de ellos transportó únicamente a los infectados. No hubo ningún incidente, ni ningún contagio accidental. “Todos debemos recordar lo que Cuba ha hecho por nosotros –tuiteó en conclusión Steve Dale, un agradecido pasajero del Braemar–, interviniendo cuando ninguno de los países y protectorados de la Commonwealth británica en la región nos ofreció ayuda”.
“¡LAMENTABLE!”
Entre tanto, en Valparaíso, el Gobierno conservador no estaba dispuesto a imitar el solidario ejemplo de Cuba. Seguía negándole asistencia a los turistas –entre los cuales, recordemos, había ocho chilenos– y tripulantes enfermos del errante Zaandam, ahora anclado frente a la ciudad. Apenas consintió, bajo la presión de varias embajadas, que el navío repostara carburante, y autorizó la subida a bordo de alimentos, enseres y medicamentos. Pero continuaba oponiéndose al desembarco de los pasajeros. Ello suscitó la ira, entre otros, de Juan Luis Villalón, inspector de la Federación Internacional de Trabajadores del Transporte (ITF), quien calificó esa actitud de “lamentable”. Villalón reclamó que se siguieran las sugerencias de las autoridades internacionales las cuales recomendaban, por ejemplo, establecer corredores sanitarios y luego una cuarentena.
Cuando más tarde se supo que esa falta de solidaridad le había costado la vida a varios pasajeros del Zaandam, este representante sindical fue muy severo con las autoridades chilenas: “Eso es el resultado de un buque que pasó por Chile, al que se le pudo haber ayudado, se pudo haber desembarcado a la gente respetando un protocolo, con un corredor sanitario, y después dejarlos en cuarentena”.
Pero el Gobierno de Sebastián Piñera no lo hizo. Lo único que consintió, ante las reclamaciones de las familias y de los medios, fue la salida discreta de los ocho chilenos que se hallaban a bordo. Y también, por solicitud de la embajada de Francia y del cónsul francés Quentin Sonneville, se autorizó la salida, “por razones humanitarias”, de dos personas de nacionalidad francesa que tenían una “enfermedad crónica de alto riesgo y que sus medicamentos no iban a bastar hasta la recalada del buque en Florida”. Ante el fracaso de la tentativa de atraque y desembarco en Valparaíso, quedaba claro que, básicamente, el capitán del Zaandam ya no sabía a dónde ir...
Al día siguiente sábado 21 de marzo, en la tarde, el ‘crucero paria’ levó anclas y se enrumbó hacia el norte con el anhelo de que alguna autoridad pusiera término a su maldición. Su hoja de ruta indicaba que debía pasar por los puertos de Salaverry (Perú) y Manta (Ecuador) antes de alcanzar el Canal de Panamá. Los pasajeros no conseguían entender que esto les pasara precisamente a ellos... El mundo, que les parecía tan grande cuando salieron de Buenos Aires, de repente resultaba mucho más pequeño y harto menos acogedor. A bordo, el virus alienígena seguía infectando sin piedad. “A partir del 21 de marzo –confirmó un viajero español– mucha gente, turistas y trabajadores, comenzamos a enfermarnos... Con síntomas de fiebre y dolor corporal”. El Zaandam disponía, como dijimos, de varios centros médicos, con cuatro doctores y cuatro enfermeras, pero como la Covid-19 afecta particularmente a las personas de más de 65 años que eran la gran mayoría, sus instalaciones sanitarias se saturaron pronto... Además, en sus formas graves, la enfermedad provoca como se sabe una neumonía con dificultades respiratorias severas que requieren equipos de ventilación artificial y cuidados intensivos. El barco no tenía esos dispositivos y esas instalaciones más que para uno o dos pacientes... Los pasajeros empezaron a morir. El crucero ya no era un paraíso mágico, sino una tumba. Los turistas comenzaron a ver el mundo con otros ojos... Tantas cosas que les parecían antes esenciales para el placer y la comodidad del viaje, ahora les resultaban fútiles, baladíes, intrascendentes...
El domingo 22 de marzo, con el invisible asesino en serie merodeando por los pasillos, el capitán Ane Jan Smit, decretó por fin un confinamiento estricto. Ordenó que los pasajeros permaneciesen en sus camarotes hasta nuevo aviso. La pequeña ciudad flotante quedó silenciosa y aterrada. Con muy poca información.
“El capitán sólo emite dos comunicados minimalistas al día”. contó el escritor francés Olivier Barrot.
Se cerraron todas las áreas sociales, los locales de distracción y hasta los restaurantes. Ahora, las comidas se servían afuera de la puerta de los camarotes, con las bandejas depositadas en los pasillos. Para los viajeros más acomodados que disponían de balcón o de portillo, la reclusión fue más llevadera; respiraban aire fresco o por lo menos veían el mar, las nubes, el cielo. Pero el Zaandam también contaba con unas 140 cabinas sin luz natural ni aire puro, de apenas tres metros cuadrados para dos personas, donde se hallaban recluidos los turistas más modestos. Éstos constataban que, ni siquiera en un crucero a la deriva, se cambia fácilmente de condición social, los ricos mantienen sus privilegios, los pobres sus carencias y sus dependencias... “De un viaje de placer, esto se convirtió en una pesadilla –contó la pasajera argentina Claudia Osiani–, una pesadilla de la cual quisiera despertar lo antes posible. Intento despertar de ella todas las mañanas, pero vuelvo a caer en la misma pesadilla, ya que seguimos encerrados aquí”.
ESTRÉS, PÁNICO, ANGUSTIA Y DESGASTE
Una pareja de recién casados mexicanos, Yadira Garza y Joel González, de Monterrey (Nuevo León), habían decidido pasar su luna de miel en el Zaandam, cuando el virus homicida se invitó a la fiesta...
Enclaustrados en su cabina, se quejaron “de no haber salido a respirar aire fresco en muchos días”, y del pánico al contagio que les producía cualquier elemento venido del exterior, como toallas o alimentos: “Nos sirven los platos sin recubrir, y hemos hallado en ellos cabellos y hasta pestañas...”. “Estamos tomando muchas precauciones... Lavamos las botellas de agua que nos traen.. Estamos limpiando todo con champú... Es lo último que nos queda”.
El miedo a que el venenoso alien pudiera ingresar en el camarote del modo más disimulado, también obsesionaba a Claudia Osiani y a su esposo: “En el momento en que explotó el brote del virus en el barco, no queríamos ni comer por miedo a contagiarnos... El navío no contaba ni con barbijos, ni con las medidas suficientes de control como para darnos seguridad. Así que lavamos todo antes, platos, cubiertos, todo. Lavamos con jabón y lo colgamos en el baño. No se nos retiran las toallas, por temas de sanidad, así que también las lavamos. Hacemos todo dentro de estas cuatro paredes... Siempre nos dejaron jabón y papel higiénico...”.
Otro viajero argentino, Dante Leguizamón, 45 años, periodista, de Córdoba, describió con fineza la nueva atmósfera que se había instalado en el ‘crucero errante’ y la sofocante angustia de los viajeros confinados: “La situación en el barco es muy complicada. Hay mucha incertidumbre sobre lo que va a pasar. No tenemos idea de cuál será nuestro destino... A los pasajeros se les da una información y a la tripulación otra. Los pasajeros disponen de Internet gratis, pero los trabajadores no tienen Internet. Como soy invitado de un tripulante, tampoco me dan Internet... Por lo que estoy doblemente aislado... Eso crea un contexto angustiante. El grado de estrés y de desgaste que este viaje fantasmal genera es notable en nuestros estados de ánimo. Nos sentimos cada vez más afectados. Se percibe claramente nuestro deterioro mental, físico e inmunológico, cuando necesitamos más vitalidad que nunca para hacerle frente a un virus como el SARS-Cov-2...”.
Mientras las personas se infectaban a bordo, el Zaandam seguía sin encontrar ningún puerto. Ahora navegaba frente a las acantiladas costas de Perú, donde tampoco le permitieron acostar ni en El Callao, ni en Salaberry porque, según comunicaron fuentes oficiales bajo condición de anonimato en Lima: “Buques con personas con epidemias o enfermedades infecciosas no pueden llegar”. Agregaron que, desde el cierre completo de las fronteras peruanas el 17 de marzo, ya se había “prohibido el ingreso de otros dos cruceros”.
Así que el desconsuelo a bordo del Zaandam se intensificó: “Sentimos mucha tristeza, ansiedad, desazón, inquietud y enojo –escribió Gloria Osiani–, porque todos los puertos se nos van cerrando”. Usando las redes sociales, los viajeros no cesaban de lanzar auténticos SOS reclamando ayuda. Laura Gabaroni, una pasajera estadounidense, por ejemplo, exhortó: “Lo que necesitamos más que nunca, en este momento, es un lugar para atracar, para que los enfermos reciban tratamiento, y que las personas sanas hagan lo que tengan que hacer para regresar a sus hogares y a sus vidas. A cualquiera que pudiera abrir los puertos para nosotros, le estaríamos eternamente agradecidos. ¡Por favor, ayúdennos!”.
El músico escocés Ian Rae, que disponía de un confortable camarote, también describió cómo fueron para él y su esposa aquellos momentos de reclusión: “Nuestra situación actual es la siguiente: el capitán y la tripulación nos han procurado wifi gratuito, posibilidad de telefonear a casa y de comunicar por videollamadas... Las comidas nos las traen a la puerta de los camarotes siguiendo protocolos de aislamiento. Con otros amigos británicos hemos creado grupos de whatsapp y nos comunicamos a diario, de cabina a cabina, por mensajería o por teléfono. Mi esposa Morven y yo tenemos la suerte de ocupar un camarote con balcón, pero algunos amigos nuestros están encerrados en ‘cabinas interiores’ y lo están pasando bastante mal... Ya llevamos navegando más de una semana seguida, y no tenemos idea de cuándo podremos regresar a casa...” (CONTINUARÁ...).
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