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sábado, 29 de agosto de 2020

El debate: Pasqualina y la nueva normalidad económica (III y última)

Luis Salas
escritosdesdelacuarentena.blogspot.com
Agosto de 2020. 

Sea cual fuere el mejor remedio contra la pobreza en la abundancia, debemos impugnar los pretendidos remedios que consisten en rechazar la abundancia para resolver el problema" (J. M. Keynes).

Fuente:
escritosdesdelacuarentena.blogspot.com
Al momento que estaba lista y ya solo para revisión superficial esta tercera y última entrega de mi serie en torno al debate remunerativo planteado por Pasqualina Curcio, tuve que volver sobre algunas cosas, habida cuenta la alocución presidencial de este 26 de agosto anunciando “nuevas medidas” económicas.

Finalmente no cambié nada, pues de todos modos, lo único que habría que decir al respecto es que la sensación de vértigo que produce el cuadro económico nacional se reafirma, entrampados como estamos entre un bloqueo criminal, 8 años de una crisis económica que agudiza cada día y una política económica de la cual lo menos malo que uno puede decir es que definitivamente subestima lo que está pasando, todo en medio de la peor contracción global de los últimos cien años.

En fin, el problema de las implosiones sociales es que son menos espectaculares que las explosiones, y en esa medida, aunque parezca contradictorio, enfrentarlas es más complicado. Lo disruptivo de las explosiones suele generar respuestas inmediatas, en cambio con las implosiones pasa que los remedos y el “esperar y ver” reemplaza a la acción, cuando no se impone la lógica de la “resiliencia”, que más allá de lo que tiene de necesario en buena medida a lo que conduce es a una normalización de lo anormal y una aceptación de lo inaceptable. Por esa vía lo que termina ocurriendo entonces, por ejemplo, es que el cocinar con leña ya no es peligroso, antiecológico ni precario, como miles de casos históricos pequeños y grandes demuestran (la deforestación haitiana, por citar uno), sino “chévere” o señal de que usted “tiene guaramo”. O el que la gente tenga que rebuscarse y pasar trabajos de mil formas porque tener un empleo formal y bien remunerado ya no es una conquista de la clase trabajadora ni un derecho consagrado en la CRBV, sino un lujo burgués que nadie puede ya permitirse.

A mi modo de ver las cosas es a una implosión social en dolorosa cámara lenta a lo que estamos asistiendo. Aunque desde luego, es probable que yo esté equivocado y a lo que estamos asistiendo sea en realidad al parto de una gloriosa y productiva sociedad nueva que, como todo parto, es doloroso pero tiene su hermosa recompensa final. Es probable y es posible. Pero cuando uno revisa la secuencia de hechos nada da a pensar esto último y lo que se concluye es que estamos envueltos en un bucle retrógrado similar a la que han atravesado otros países sin posibilidades luego de volver. Eso fue lo que traté de explicar en un texto de hace unos meses ya donde abordaba el caso de Zimbabue. La buena noticia es que puede que todavía no hayamos cruzado el punto de no retorno. O eso piensa uno pues como para darse ánimos.

En todo caso, como ya dije, esta es solo una hipótesis que puede ser producto de un error de percepción y el tiempo finalmente dirá. Y en todo caso, también lo menos que uno puede explicar mientras tanto es en qué basa su hipótesis a la hora de compartirla. Veamos.

La implosión material de un país

A tasa oficial de la época, el PIB del año 2012 estaba por el orden de los 330 mil millones de US$. A cierre de este 2020, si asumimos los datos oficiales publicados por el BCV hasta 2018 y complementamos con las estimaciones de la CEPAL para 2019 (-25%) y 2020 (-26%), estaríamos hablando de una contracción por el orden del -75%, lo que nos daría un PIB de unos 82 mil millones US$: una cuarta parte de lo que era hace solo ocho años atrás.

Atendamos algo. Cuando hablamos de PIB estamos considerando la capacidad de un país para generar la riqueza que sostiene las condiciones materiales de vida de sus habitantes.

En tal sentido, cuando decimos que el PIB de 2020 es la cuarta parte del de 2012, lo que estamos diciendo es que dicha capacidad se ha visto reducida en esa magnitud, habida cuenta que la cantidad de personas pese a la emigración sufrida no ha variado de manera tan dramática.

No hay antecedente reciente en el mundo de un caso similar, con las excepciones de Libia o Yemen destruidas por las invasiones y guerras en las que están envueltas. La contracción del PIB cubano durante el llamado período especial fue menos de la mitad de eso (-35%). En el caso de Zimbabue, cuando cayó en la fase más aguda del espiral de crisis económica, su PIB se contrajo en -52% en un lapso de diez años (1998-2008). Y en el caso sirio, si bien el PIB de dicho país cayó más de 50 puntos porcentuales entre 2011 y 2016 dada la criminal guerra mercenaria, desde 2017 no solo detuvo la caída sino que inclusive viene recuperándose, esto si bien todavía la guerra no ha concluido.

En el caso nuestro, al ritmo de la caída del PIB cayó el consumo de los hogares (80%), mientras que el PIB per cápita resultante ya se ubica entre los más bajos de la región.

Todo esto después de contar en 2012 con un PIB per cápita por encima del promedio regional (12 mil 985 US$ contra 10 mil 186 de AL y el Caribe). A finales de 2019 este promedio se ubicó en el orden de los 8.800 US$ por habitante, mientras que el nuestro en unos 2.900 US$ por habitante, tres veces menos. Solo Honduras, Nicaragua y Haití se encuentran por debajo de nosotros.

Un dato adicional, pero no menos importante: en promedio, el consumo final de los hogares en Venezuela alcanza un 60% del PIB anual, lo que es consistente con países de características similares. Entre otras cosas esto significa, para decirlo utilizando la jerga del gobierno, que junto al petróleo conforma los motores históricos de la economía venezolana. O en todo caso el combustible para que estos anden, de manera que si el consumo de los hogares cae al nivel que ha caído será literalmente imposible que algún otro prenda.

¿El bloqueo o el gobierno?

Está de más decir que a estas alturas solo los insensatos niegan el bloqueo y sus efectos perversos. Pero esto no significa dejar de revisar la política económica y particularmente la monetaria que, por lo demás, se supone estaba dirigida a combatirlo.

Así pues, decir que la misma no está funcionando para bien del país no es una crítica, ni una acusación, ni un acto de saboteo o traición a la patria: es la constatación de un hecho fáctico comprobable por los propios datos que arroja el BCV. Pero además, el tema no es solo que no esté funcionando para lo que se supone debe funcionar, sino que a estas alturas pareciera estar obrando para justo lo contrario.

Es decir, cuando se empezó a aplicar entre finales de 2018 y principios de 2019, dicha política se anotó un gol inmediato: sirvió para ralentizar el ritmo de crecimiento de los precios y, técnicamente hablando, nos sacó de la hiperinflación, entendiendo por tal pasar de variaciones del índice de precios superiores al 50% mensual a tasas en torno a un 30%. Hasta allí todo bien. El problema es que se trató de un gol que se hizo asumiendo sacrificios muy altos. El principal de todos la caída abrupta del ingreso y el poder adquisitivo de los hogares e incluso del Estado, pues en sentido estricto, la política monetaria que se viene aplicando hace dos años consiste casi exclusivamente en contraer la oferta disponible de dinero y la demanda agregada de bienes y servicios, de forma que ambas dejen de presionar sobre los precios. Y esto último solo se consigue a través del subconsumo, lo que se traduce, se quiera o no, en una mayor contracción de la actividad económica.

La virulencia de esta política contractiva se observa en la abrupta caída de los indicadores monetarios. Veamos el caso del más importante: la liquidez monetaria. Quedamos en que el PIB de 2012 medido en dólares equivalía a unos 330 mil millones de US$. Según el Banco Mundial, la masa monetaria como % del PIB para aquel año equivalía a un 45,7%.

Esto era casi diez puntos menos que el promedio regional de entonces (dato importante pero usualmente obviado por los talibanes del “exceso de liquidez monetaria” y el “despilfarro petrolero” de la era Chávez). Unos 32 puntos menos que Chile (donde se supone todo se hace como debe ser en materia económica) y 66 menos que el promedio mundial. En fin, el  tema es que estaríamos hablando de una masa monetaria en bolívares para finales de 2012 equivalente a 148 mil millones de US$, medido a tipo de cambio oficial de la época. Puede estar ligeramente sobreestimado el dato dado el tipo de cambio, pero en todo caso sirve el ejercicio para hacernos la referencia. Ahora, si viajamos en el tiempo hasta el presente y tomamos el último indicador de liquidez monetaria publicado por el BCV (el del 14/08/20) y lo dividimos por el tipo de cambio vigente al 25/08/2020, eso nos da unos 552 millones de US$. Como se recordará, tomando las cifras oficiales hasta 2018 y lo estimado por la CEPAL para 2019 y proyectado por ese mismo ente para 2020, tendríamos en los actuales momentos un PIB por el orden de los 82 mil millones de dólares. Es decir, estamos hablando de una masa monetaria en bolívares 256 menor a la de 2012 y por debajo del 1% del actual PIB.

Si asumimos una población actual en torno a los 28 millones de personas, lo anterior significa que, en los actuales momentos, a cada venezolano y venezolana le corresponden en bolívares el equivalente a unos 19 US$. Y si sacamos la cuenta considerando los bolívares que se hayan en estado físico (billetes) el resultado es todavía más deprimente: toda la masa de bolívares que circula en el país en forma de billetes equivale a 18.239.425,82 de US$, por lo que a cada uno nos toca 0,65 US$, si los repartiéramos en partes iguales.

Desde luego, lo que esto pone en evidencia además de la desbolivarización de la economía venezolana, es la constitución de una liquidez paralela en monedas extranjeras.

El tema es que por más grande que ésta sea sigue siendo pequeña para una economía como la venezolana. Supongamos que suman los 5 mil millones de US$ que algunos dicen. Pues bien, eso son 175 dólares por persona a nivel nacional. En 2012, a cada venezolano y venezolana le tocaban en bolívares el equivalente a 5 mil 200 US$: 30 veces más.

Un nivel de liquidez como éste expresa además lo planteado por Pasqualina: la precariedad y desigualdad de los ingresos actuales de las venezolanas y los venezolanos, en especial los asalariados. Y es que todos estamos claros que esa repartición per cápita que acabamos de hacer no nos dice mucho de cómo opera en la realidad real la distribución de los ingresos. Están los que pueden ir a un bodegón a comprar, ordenar deliverys, pagar las gasolina en dólares, etc. Pasando por quienes no pueden ni con el pasaje del bus y atraviesan la ciudad caminando, para ir a un trabajo que finalmente les pagará el equivalente a unas pocas cosas que debe comprar de inmediato antes que la nueva devaluación y suba de precios las haga aún más pocas. Hasta llegar a quienes simplemente no están ingresando nada por lo que viven del apoyo de sus vecinos, familiares y lo que eventualmente les llega del Estado (el Clap, un bono de tres dólares, etc.) o simplemente cayeron ya en la precariedad más absoluta.

¿Hay alternativa?

En el entendido que la situación internacional no va a mejorar en lo inmediato y mediato (lo que incluye estar claros que el bloqueo no se va a levantar), debe buscarse la manera de reactivar la economía internamente, en el sentido de por lo menos evitar que siga paralizándose y contrayendo, dejando a las mayorías por fuera de los mínimos vitales de subsistencia.

Y hasta nuevo aviso y hasta tanto alguien demuestre lo contrario, eso solo se puede hacer en el cortísimo plazo (que es el único que tenemos) inyectando dinero (es decir, bolívares fundamentalmente) a la economía nacional para activar la demanda agregada y por esa vía el aparato productivo.

Pero como sabemos, se nos asegura que el problema con aumentar la emisión monetaria, es que no se puede porque automáticamente causa inflación. Pero como expusimos en la entrega anterior, se trata esta de una “verdad” muy relativa, pues si bien puede haber momentos en que la emisión monetaria genera presiones inflacionarias, ni es siempre el caso ni es nunca la única causa de la suba de los precios. Puede perfectamente ocurrir que haya inflación cuando el crecimiento de la liquidez monetaria es casi nulo e inclusive negativo en términos reales, entendiendo por tal cuando está por debajo de la variación de precios.

A este respecto pusimos los casos diametralmente opuestos de Argentina y Venezuela, ambas economías con tendencias inflacionarias. En el caso argentino, el gobierno acaba de hacer la emisión más elevada de los últimos treinta años para financiar a las familias así como a pequeños y medianos productores y comerciantes, siendo que, pese a ello, la inflación no solo no subió sino que de hecho bajó. En abril pasado la base monetaria (emisión del BCRA) estuvo por el orden del 11,7%, unas 2,6 veces superior a la de marzo, siendo que la inflación de fue de 1,5%, 2,2 veces por debajo de la del mes anterior (3,3%).

En mayo la emisión bajó a 0,65% mientras la inflación se mantuvo igual (1,5%). En junio la emisión estuvo en cero, mientras que la inflación subió 0,7 puntos para ubicarse en 2,2%.

Algunos esperaban que en julio al calor de la flexibilización de las cuarentenas siguiera subiendo, pero lo cierto es que bajó 0,3 puntos para ubicarse en 1,9%. En los siete meses contabilizados de 2020 la suba de los precios acumula un 15,8%, mientras que a esta misma altura del año pasado, cuando el BCRA tenía una férrea política de “emisión cero”, fue del 25,1%: diez puntos más.

Lo que el caso argentino demuestra es que el que haya inflación no depende del nivel de emisión sino de la existencia o no de políticas antiinflacionarias eficientes, en este caso una combinación de controles (política de precios cuidados) con estímulos reales para incentivar el ahorro en pesos (reduciendo la fuga a divisas que presionen los precios por la vía del tipo de cambio), así como de políticas diferenciadas para los distintos niveles del aparato productivo, en especial los pequeños y mediados menos concentrados y, por tanto, con menor posibilidad de cartelizar precios. Adicionalmente, se congelaron las tarifas de servicios básicos, caso contrario al venezolano, donde en medio de la coyuntura pandémica se han aumentado.

A este respecto, el caso nuestro actual recuerda más a la política de los tiempos de Macri, siendo que aunque la emisión monetaria se ha reducido no pasa exactamente lo mismo con la inflación. Como mostramos la vez pasada, las cifras oficiales de 2019, cuando el BCV inició una política de restricción monetaria análoga a la ortodoxa aplicada por el BCRA macrista, el crecimiento anual de la liquidez monetaria estuvo por el orden de los 4.995% (Venezuela es una economía hiperinflada, lo que explica lo hiperinflado de las cifras). No obstante, la inflación fue casi dos veces superior a esa cantidad (9.585%), por lo que en términos reales dicho crecimiento de la liquidez fue negativo al estar por debajo del INPC. Exactamente lo mismo que pasó en 2018, lo que ha pasado en los años anteriores y lo que está pasando en lo que va de año 2020. Lo que entre otras cosas demuestra que el alza constante de los precios en nuestro país tiene explicaciones distintas a la simpleza del ritornelo “la emisión genera inflación”.

En fin, y ya para cerrar, a mi modo de ver la única opción disponible en la caja de medidas es esa: inyectar liquidez en bolívares a la economía lo cual se puede hacer por distintas vías pero empezando por dos.

La primera de ellas aumentando progresivamente el monto de las asignaciones monetarias que se hacen a las familias a través del carnet de la Patria, en un monto que ronde el equivalente a los 50 US$ mensuales, priorizando a las mujeres jefa de hogar con hijos e hijas (emulando el esquema de la misión madres del barrio) y a los adultos mayores.

Y a la par, levantar paulatinamente los encajes bancarios tanto para créditos comerciales y productivos como para las tarjetas de crédito, lo cual haría que el sector privado financie parte de la crisis. En una primera parte podría ser el equivalente a un 40% de los montos congelados por los encajes, lo que liberaría algo así como 200 millones de US$, que no es mucho pero bastante ayuda, en especial si su asignación se enfoca a pequeños y medianos productores y se hace bajo supervisión de la SUDEBAN.

Desde luego no es lo único por hacer. Y una o dos medidas por sí solas no nos van a sacar del hueco donde hemos caído. Pero el tema es que por algún lado hay que empezar. Así las cosas, acto seguido, debería establecerse un mecanismo de indexación salarial, consistente en anclar los salarios en bolívares a las variaciones mensuales del tipo de cambio y el INPC. Esto inmediatamente crearía un desincentivo para la subida de ambos indicadores, al tiempo que daría la posibilidad de sentarse paritariamente gobierno, trabajadores y empresarios a discutir los salarios y pasar de la actual despelote precarizador a una indexación óptima que permita recuperar el poder adquisitivo de quienes finalmente son los grandes consumidores: los trabajadores y trabajadoras.

Y un plan productivo real, verificable y seguible, que priorice bienes de primera necesidad, particularmente alimentos y medicamentos.

A mi modo de ver, lo más complejo de todo esto no pasa por la reactivación de un aparato productivo que en buena medida se encuentra paralizado pero en relativamente buen estado, sino por el tema de los servicios como electricidad, agua, combustible y telecomunicaciones. Pues el tema aquí es que con los niveles de carga actuales en el SEN, la escasez de combustible y lo precario del agua y las telecomunicaciones, entre poco y nada se puede hacer. Pero esto es un tema que sí debe atender el gobierno como prioridad, bajo un esquema distinto a la privatización y destinar los pocos recursos para compras internacionales que posee y las alianzas que conserva para reactivar esto.

Desde luego que todo esto supondrá un sacrificio fiscal de dimensiones considerables.

Pero aquí en mi criterio lo que hay que asumir, en primer lugar, es que la emergencia tiene cara de herejía y no de ortodoxia económica, algo que hasta el mismísimo FMI ha reconocido, particularmente porque, y esto es lo segundo, lo que no se haga hoy resultará más costoso mañana, como ya deberíamos haber aprendido a estas alturas.

Veámoslo con un símil algo rebuscado pero tal vez por eso mismo ilustrativo del punto.

Supongamos que todo vamos en un bus que de repente se incendia. Y de inmediato llegan los bomberos y comienzan a hacer todo para salvar a los pasajeros y al bus mismo, lo que básicamente consiste en echar agua para apagar las llamas. Hasta allí todo bien, pero en eso aparece unos expertos que junto al chofer y los dueños del bus recomiendan no echarle tanta agua porque eso daña el motor y los asientos. Sería absurdo, ¿cierto? ¿Por qué? Porque las emergencias son así, requieren medidas extraordinarias, y aunque se resienta la estructura por la intervención, lo cierto no es solo que las vidas lo valen, sino que además, en todo caso, lo dañado se puede reconstruir, mientras que lo que devoraron las cenizas no.

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