Ignacio Ramonet,
La Monde Diplomatique.
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| Ignacio Ramonet. |
EL CASO DEL RUBY PRINCESS
Los viajeros del Zaandam no podían comprender por qué los puertos los rechazaban con tanta inhumanidad, por qué los condenaban a errar por tiempo indefinido a través de los mares. Pero hay que reconocer también que los capitanes de algunos barcos no se habían portado correctamente. Algunos desembarcaron a miles de pasajeros ‘con síntomas gripales’ sin avisar a los gobiernos locales para que les hicieran algún tipo de test de detección de la Covid-19. Por ejemplo, los pasajeros del MSC Meraviglia desembarcaron en Miami el 15 de marzo sin que los gerentes del buque alertaran de que un pasajero de un viaje anterior ya había dado positivo... Y al menos dos de los pasajeros descendidos desarrollaron la Covid-19 e infectaron a su entorno... Otro ejemplo: el crucero Ruby Princess atracó en Sydney (Australia) el 19 de marzo, y sus 2700 pasajeros pudieron bajar –cuando ya Canberra había prohibido el atraque de cruceros– porque el capitán y el médico del barco certificaron a las autoridades locales que no había ningún caso de Coronavirus en el navío... En realidad, por lo menos 647 personas, de ellas 202 tripulantes, estaban infectadas, y por lo menos 22 murieron... Los pasajeros se dispersaron por todo el territorio australiano y propagaron la nueva peste por todas partes. El Ruby Princess terminó siendo la fuente principal de casos de Covid-19 en Australia, en donde se estima que el 10% de las primeras cinco mil infecciones del país fueron causadas por los viajeros de los cruceros... La policía australiana ha abierto una investigación judicial para determinar si los oficiales del Ruby Princess mintieron sobre la salud de sus pasajeros y de su tripulación: “El permiso internacional de atracar en un puerto –explicó Mick Fuller, jefe de la policía del Estado de Nueva-Gales del Sur–, se otorga en base a la garantía dada por el capitán de que la nave está exenta de toda enfermedad infecciosa”.
En su travesía hacia el norte, el Zaandam alcanzó la altura de Ecuador. Alumbrado por una masa enorme de luz, el océano lucía ahí un color azul muy profundo. A lo lejos, en tierra firme, más allá de las orillas rocosas, despuntaban en el cielo despejado algunos de los picos más altos de la cordillera de los Andes. En particular, el gigantesco volcán Chimborazo y sus más de 6.200 metros de altura, considerado durante siglos como el “techo del mundo” y del que los pasajeros con camarotes a estribor podían apreciar a simple vista, a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia, el espectáculo de su eterno casquete nevado.
LOS TRES PLANES DEL CAPITÁN
Ecuador había cerrado sus fronteras el 14 de marzo, y sus dos grandes puertos, Guayaquil y Manta, se negaron a su vez a recibir el buque. El capitán había explicado a los pasajeros que se guiarían por un derrotero con tres posibilidades: un “Plan A”, que consistía en llegar hasta Panamá, atravesar el canal y terminar en Fort Lauderdale, Florida; un “Plan B”, que era remontar toda América Central y seguir hasta Puerto Vallarta, en México; y, en última instancia, un “Plan C” que significaba navegar más al norte aún, hasta el puerto de San Diego, en California.
Los medios internacionales seguían comentando la ’maldición’ del barco. Muchos denunciaban la falta de solidaridad particularmente odiosa en estos tiempos de pandemia: “La odisea del Zaandam va dejando una estela de egoísmo y desprecio a la vida humana, de irresponsabilidad e incapacidad en los puertos que se le cierran...”. Mientras tanto, recluidos en sus cabinas, acechados por el Coronavirus, temiendo tener fiebre o cualquier atisbo de tos, los viajeros iban perdiendo la esperanza de llegar pronto a tierra y redoblaban en las redes los llamamientos para no ser olvidados... El argentino Dante Leguizamon escribió: “Me animo a hacer una reflexión que es igualmente una denuncia: en este barco, pero asimismo entre todos los desterrados que no están en su país, se percibe la presencia cada vez más creciente de otro virus que es también invisible y que también puede matar: es el virus de la angustia por no poder volver a casa”.
Mientras el Zaandam progresaba hacia el norte remontando toda la costa pacífica de Colombia, en su oficina de Seattle, sede de la compañía Holland America, el presidente Orlando Ashford y su equipo seguían movilizados día y noche tratando de hallar una solución. Desde su estadía al pairo en Valparaíso, los días 20 y 21 de marzo, el ‘buque errante’ no había vuelto a repostar, ni a reaprovisionarse en pertrechos, alimentos y medicamentos. Todos los puertos permanecían insensibles a las demandas de auxilio del ‘navío portador de la peste’. La comida había empezado a escasear a bordo. A todas las desgracias del ‘buque paria’ se sumaba ahora la amenaza del hambre: “Hubo un momento –recordó Claudia Osiani– en que no hubo alimentos... Comíamos lo que se podía... Con mucho miedo... Por suerte, agua nunca nos faltó”. Además, aunque no se había divulgado, el presidente Orlando Ashford sabía que varios pasajeros habían fallecido y que decenas de personas, turistas y trabajadores, estaban infectadas... Urgía hacer algo.
EL MS ROTTERDAM
Ahí surgió la idea de enviar al encuentro del ‘crucero maldito’ a su buque casi gemelo el MS Rotterdam que, a la sazón, se hallaba atracado en Puerto Vallarta, en la costa pacífica de México, o sea, a tres días apenas de navegación hasta el canal de Panamá. El Rotterdam partiría sin pasajeros pero con todos sus tripulantes y unos equipos médicos reforzados, además de tests de detección de la Covid-19, enseres y alimentos. El principal objetivo era transferir a bordo del Rotterdam a los pasajeros sanos y no contaminados del Zaandam.
El 22 de marzo, el presidente Orlando Ashford anunció el lanzamiento de la operación. Explicó que la misión consistía en “proporcionar suministros adicionales, personal, kits de detección de Covid-19 y otros tipos de apoyo según sea necesario”. Ambos barcos se encontrarían la noche del jueves 26 de marzo frente a las costas de Panamá.
Entre tanto, el ‘crucero paria’ estaba llegando, con sus decenas de infectados, a la altura de la bahía de Humboldt, ya en aguas panameñas. Cruzó frente al espectacular golfo de San Miguel dominado por la frondosa serranía del Darién desde cuyas alturas el explorador español Vasco Núñez de Balboa, en 1513, había sido el primer europeo en contemplar el océano llamado por Magallanes, siete años más tarde, Pacífico, y que él nombró ‘Mar del Sur’.
El jueves 26 de marzo, el Zaandam echaba anclas en la bahía de Panamá, no lejos de las islas Taboga, y enfrente, pero a buena distancia, de la entrada del Canal. Procedente del norte, el Rotterdam también había llegado puntual a la cita. Y desde lo alto de los numerosos rascacielos de Ciudad de Panamá se podía ver el insólito espectáculo de esos dos gigantes del mar que eran noticia mundial en aquel preciso instante. Las negociaciones empezaron con las autoridades panameñas para que autorizasen el transbordo de pasajeros y, sobre todo, para que permitiesen a ambos buques cruzar el Canal en su ruta hacia la Florida.
Al día siguiente, viernes 27 de marzo, la compañía Holland America anunció públicamente lo que ya muchos pasajeros sabían: que 53 pasajeros y 85 tripulantes tenían ‘síntomas de gripe’, dos personas habían dado positivo en las pruebas de Covid-19, y cuatro adultos mayores habían fallecido a bordo del Zaandam.
Más tarde se sabría que se trataba de ciudadanos, respectivamente, de Estados Unidos, Holanda, Reino Unido y Suecia.
Por su parte, la Autoridad Marítima de Panamá informó que permitía el transbordo al Rotterdam de los pasajeros sin síntomas de Coronavirus, precisando para la inquieta población local, que ello no representaba “ningún riesgo para los panameños puesto que se hará a más de ocho millas de tierra firme” y añadía lo siguiente: “Los cadáveres de los fallecidos permanecerán a bordo del Zaandam...”. Al mismo tiempo, el ministerio de Salud y el Administrador del Canal comunicaban una pésima noticia para los esperanzados pasajeros: “por razones de seguridad”, se rechazaba la autorización, a ambas embarcaciones, de cruzar la vía interoceánica... La mala suerte seguía cebándose contra los zaandamnautas del “buque errante”... El Plan A parecía pues descartado. Quedaban los planes B y C que suponían muchos más días de navegación rumbo a Puerto Vallarta o San Diego, con escasa certidumbre además de poder atracar...
Ese mismo viernes, utilizando los tests de detección traídos por el Rotterdam, los equipos médicos empezaron a seleccionar a los pasajeros sanos que se mudarían a la nueva nave. Se les tomaba la temperatura y se les hacían cuatro preguntas sobre su estado de salud. Cualquier respuesta negativa, implicaba quedarse en el ’maldito’ Zaandam. “¿Qué criterios se adoptaron para elegir a quienes cambiaban de embarcación? –contó el escritor francés Olivier Barrot– Nunca se dijo explícitamente. Obviamente, los enfermos, los extenuados, los que habían consultado a alguno de los médicos, se quedaron en el ‘buque paria’. Los demás, entre los que me encontraba yo, en silencio, bajo un gran sol, y sin ningún incidente, pasamos al Rotterdam”.
En dos días, sábado 28 y domingo 29 de marzo, más de cuatrocientos pasajeros considerados ‘sanos’, transportados en los propios “tenders” o botes salvavidas de ambos buques, abandonaron en efecto el “crucero maldito”... Ese mismo domingo, el Gobierno panameño de Laurentino Cortizo, después de muchas gestiones realizadas por Holland America y de no pocas presiones de la embajada de Estados Unidos, reconsideró su decisión y “por razones humanitarias” decidió permitir que ambos barcos pasaran por el Canal y pudieran seguir su ruta. Para evitar cualquier protesta de la población, las autoridades exigieron sin embargo que la navegación se realizara en plena noche y con ventanillas y balcones cerrados y las cortinas echadas.
“LA ÚLTIMA ESPERANZA”
Así que ese mismo domingo 29 de marzo, los cruceros cargaron provisiones y, pasadas las 6 de la tarde, iniciaron las maniobras de acercamiento a la entrada de la vía interoceánica. Varios experimentados prácticos del Canal se habían propuesto voluntariamente para subir a los barcos y pilotarlos a lo largo de sus 77 kilómetros hasta la salida al mar Caribe. Es la norma: los capitanes de los navíos entregan el mando a los prácticos cuando deben cruzar esa vía. El administrador del Canal, Ricaurte “Catín” Vásquez, explicó que para evitar contagios se había reducido la maniobra al personal mínimo. “No se utilizaron pasacables –declaró– no se utilizaron remolcadores, ni cualquier otro contacto a tierra. Simplemente los prácticos del Canal”. El Secretario general de la Unión de Prácticos del Canal de Panamá (UPCP), Gabriel Alemán, precisó también que los voluntarios de la operación contaron con “un equipo especializado de protección personal, debieron guardar todas las medidas y protocolos de bioseguridad establecidos, y mantenerse bajo la supervisión de personal del ministerio de Salud. Por consiguiente, una vez desembarcados de los cruceros, fueron sometidos a una descontaminación integral y posteriormente trasladados al aislamiento reglamentario de catorce días”. Las naves en efecto habían pasado por las nuevas esclusas de la ampliación del Canal sin el auxilio de remolcadores para mantener su posición.
No fueron tampoco amarradas dentro de las cámaras. Eso permitió reducir el número de trabajadores involucrados en la maniobra.
Aunque no estaba autorizado descorrer las cortinas, los pasajeros que disponían de ventanilla o de balcón ne dejaron de admirar la formidable obra de ingeniería que representa el Canal de Panamá, una de las construcciones humanas más colosales del planeta. Después de unas ocho horas de delicada operación de tránsito, hacia las cuatro de la madrugada del lunes 30 de marzo, ambos cruceros salían del Canal sin contratiempos. Y ponían rumbo a Fort Lauderdale aunque seguían sin saber si las autoridades estadounidenses les permitirían acostar.
William Burke, vicealmirante y jefe marítimo de Carnival Corporation, declaró que Florida era “la última esperanza” para los desdichados pasajeros del Zaandam, ahora repartidos en dos buques. También reveló que los casos confirmados de Covid-19 a bordo del “crucero maldito” se elevaban a catorce, dos de los cuales requerían una “evacuación urgente” que las autoridades panameñas no habían permitido.
Las noticias llegadas de Florida tampoco eran muy alentadoras. El gobernador del estado, el republicano Ron DeSantis, anunció que rechazaría “los barcos llenos de personas enfermas si buscaban refugio en alguno de los puertos” de Florida. En conferencia de prensa reiteró: “No podemos permitirnos el lujo de acoger a personas que ni siquiera son de nuestro estado, usando los valiosos recursos del sur de la Florida”. Ignorando que había a bordo varios centenares de ciudadanos estadounidenses, una cincuentena de ellos residentes en Florida...
En cuando al alcalde Dal Holness, del condado Broward en el seno del cual se halla Fort Lauderdale, también manifestó que consideraba “inaceptable” que los cruceros desembarcasen allí. Por su lado, el alcalde de Fort Lauderdale, Dean Trantalis, manifestó asimismo que las condiciones “no estaban reunidas” para acoger al Zaandam. En sus cuentas de Twitter y de Facebook, Trantalis exigió que “los guardacostas de Estados Unidos y el departamento de Seguridad Interior[deberían] elaborar un plan para proteger a nuestra comunidad”.
Cuando el presidente de Holland America, Orlando Ashford volvió a suplicar a las autoridades de Florida que tuviesen “compasión y humanidad” y permitieran el desembarco de los pasajeros, el gobernador Ron DeSantis insistió en su rechazo, declarando: “Sería un error. Preferimos que personal médico atienda a los enfermos del barco a bordo. Sin desembarcar a nadie”.
“EL BARCO DE LA MUERTE”
Podemos imaginar cómo estaban los ánimos en el Zaandam... Los pasajeros habían tenido una alegría, la primera en muchos días, cuando consiguieron cruzar el Canal de Panamá... Pero ahora, de nuevo la vida errante, de nuevo buscando un puerto, de nuevo el rastreo desesperado de un muelle piadoso. Los capitanes de ambos buques impusieron otra vez un aislamiento riguroso. El viajero francés Olivier Barrot, ahora en el Rotterdam, recuerda: “No vemos a nadie. Los miembros de la tripulación traen los platos de las comidas con mascarillas. Se mantienen alejados de nosotros... Golpean a la puerta y se eclipsan... El capitán de nuestro nuevo navío habla para no decir nada: de oraciones, de solidaridad ‘entre gente del mar’, de comunidad de pensamiento... Me conmueve muy poco”.
El lunes 30 de marzo a media tarde, los viajeros argentinos Gloria Osiani y su esposo, observaron con cierta esperanza que el Zaandam se estaba “aproximando a la isla de San Andrés desde donde varios botes pequeños se han acercado con suministros”. Aunque situada al norte de Panamá y enfrente de las costas de Nicaragua, la isla de San Andrés pertenece a Colombia, el principal aliado de Washington en la región. Desde Seattle, Orlando Ashford estaba en comunicación permanente con el Departamento de Estado. Y una vez más, rogó que se le pidiera a la embajada de Estados Unidos en Bogotá que el Gobierno ultraconservador de Iván Duque permitiera “por razones humanitarias” el desembarco, en San Andrés, de los dos enfermos muy graves del Zaandam “quienes requerían atención médica inmediata por contagio de Coronavirus”. No tuvo éxito. La Autoridad Marítima colombiana “no autorizó el arribo, ni el desembarco de esas personas”. Las dos naves errantes continuaron su incierta odisea hacia Estados Unidos...
La prensa llamaba ahora al Zaandam, el “barco de la muerte”. Los infectados eran tan numerosos que uno de los médicos confesó que “el cuarenta por ciento de los tripulantes estaban contagiados”... En sus redes sociales, los familiares de los trabajadores revelaron que a los tripulantes se les exigía seguir trabajando “aunque cayeran enfermos, y debían reincorporarse a sus tareas inmediatamente después de haberse repuesto de la Covid-19...”. No cabe duda de que el confinamiento puso a prueba las capacidades de los tripulantes: “La verdad , relató un viajero español, es que todos están trabajando duro. Tener que llevar la comida a las cabinas de los 1.243 pasajeros, tres veces al día, es muy duro...”.
PROFESIÓN, TRIPULANTE...
En toda esta crisis naviera, los tripulantes fueron maltratados. Las empresas se esforzaron en cierta medida en proteger a los pasajeros, que ellas llaman “huéspedes” pero que son, en realidad, sus clientes, es decir, quienes pagan y hacen vivir un negocio –el de los cruceros–, que representa uno de los segmentos más rentables de la industria mundial del turismo. Hay que saber que, cada año, unos 272 cruceros pasean por los mares del planeta a unos treinta millones de turistas. Lo que representa una cifra global de negocios de más de 150.000 millones de dólares...
Las empresas no tienen la misma consideración hacia los tripulantes. Este vocablo es demasiado general y designa funciones muy diversas, esencialmente las de todos los trabajadores a bordo: servicio de mantenimiento técnico, de limpieza, de asistencia al pasajero, camareros de cabina, camareros de restaurante, barmans, fotógrafos mecánicos, electricistas, informáticos, equipos de animación, músicos, cantantes, bailarines, masajistas, médicos, enfermeros, etc.
Si a bordo de los cruceros, con la propagación del Coronavirus, las cosas se pusieron difíciles para los clientes, podemos imaginar cómo se pusieron para los tripulantes... Un trabajador del Costa Favolosa, por ejemplo, en un mensaje subido el 19 de marzo a su página Facebook denunció que, en su buque, “no permitían a los empleados usar mascarillas”... Reveló igualmente que el barco estaba “operando normalmente” a pesar de que entre el diez y el veinte por ciento de los empleados del restaurante tenían ‘síntomas gripales’: “Seguimos trabajando –alertó–, sin una norma de distanciamiento social. Seguimos expuestos a los que ya tienen síntomas”. Finalmente, al menos cincuenta y ocho personas a bordo del Costa Favolosa se infectaron... Uno de ellos, Andrew Fernandes, 48 años, de la India, padre de cuatro hijos, falleció en la más completa soledad en el hospital Larkin Community de Miami el 4 de abril pasado.
A finales de ese mes de abril, como ya dijimos, un millar de tripulantes se habían infectado en decenas de naves, y por lo menos once habían muerto de la Covid-19...
A la mayoría de los trabajadores, las compañías no les entregaron mascarillas ni guantes, ni les permitieron respetar los protocolos para mantener distancias de seguridad. Los tripulantes revelaron que nunca se les examinó, y que cuando se contagiaron tuvieron que pasar la enfermedad confinados en sus cabinas. Muchos otros se infectaron pero de modo asintomático y, sin saberlo, difundieron la Covid-19 a su alrededor... Los trabajadores denunciaron que jamás les avisaron que podían haber estado en riesgo: “Me preocupa que la gerencia nos haya mentido todo este tiempo –declaró un tripulante del buque Norwegian Encore–, es un comportamiento imprudente de su parte. Nos ponen en peligro. Yo hubiera podido contagiar a mi familia”.
Cuando los barcos consiguieron regresar a sus puertos de amarre en Florida, los pasajeros regresaron a sus hogares, casi siempre en vuelos comerciales. En cambio, miles de tripulantes aún hoy no han podido volver a sus casas... Y están cada vez más enfermos. Se han quedado atrapados en el mar, en la cárcel dorada de los cruceros, en interminable cuarentena... Una de las razones de ello es que la Guardia Costera de Estados Unidos ordenó que los tripulantes permanecieran en las embarcaciones, y recordó que las navieras deben tratar todos los casos de infección por Covid-19 a bordo para evitar agregar más estrés al sistema de salud estadounidense. Por otra parte, el proceso de repatriación de tripulantes es lento y caro, porque los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) exigen que sean transportados en vuelos chárter... Y las navieras no quieren asumir esos gastos... A principios de abril de 2020, había aproximadamente cien cruceros que seguían en el mar, en las costas estadounidenses, sin turistas pero con casi 80.000 tripulantes a bordo... A mediados de mayo, aún quedaban más de 60.000 tripulantes en unos noventa cruceros varados en gran parte en aguas de Barbados, formando un enjambre de naves parias, a la espera de noticias de repatriación... Muchos de esos trabajadores llevan más de ochenta días sin tocar tierra... Con los nervios destrozados... Sólo en las dos primeras semanas de mayo, cuatro tripulantes fallecieron por motivos no vinculados al Coronavirus en distintos cruceros: uno por ‘causas naturales’ desconocidas; tres se suicidaron...
LAS DESGRACIAS PERSISTÍAN
El miércoles 1 de abril, los dos buques errantes, el Zaandam y el Rotterdam, llegaron frente a las costas de Florida. A bordo, el contagio había aumentado a pesar de las medidas de distanciamiento. El patrón de Holland America, Orlando Ashford, advertía de una “catástrofe humanitaria” si los centenares de enfermos no eran atendidos en un centro hospitalario. Algo que ahora dependía de la buena voluntad de las autoridades de Estados Unidos... Marchitos y desvaídos, turistas y tripulantes sólo anhelaban tocar tierra y retornar al añorado hogar. A los viajeros, Holland America les había prometido una “experiencia que nunca olvidarían” y por lo menos en eso cumplió...
Los pasajeros sabían que las autoridades locales, aquí también, se negaban a acogerlos. Ya ni se sorprendían: “No nos asombra –dijo con resignación Gloria Osiani– y tampoco teníamos esperanza de que Estados Unidos nos extendiera los brazos...”. Los guardacostas de la Armada estadounidense les impidieron acercarse demasiado a Fort Lauderdale. A bordo del Zaandam, diez personas se hallaban ahora en estado muy grave y requerían urgentemente ser evacuadas hacia un hospital con unidad de cuidados intensivos (UCI).
Hasta el último instante, la maldición parecía querer aplastar a las gentes del Zaandam. Las desgracias persistían... Leann Morris Pliske, una habitante del condado Broward, contó que, por esos días, un tío suyo de 74 años, pasajero del ‘buque maldito’, que gozaba de excelente salud y sin síntomas de Covid-19, se había levantado para darse una ducha en el camarote compartido con su esposa, y se había desplomado de repente, víctima de una crisis cardíaca... “Imagínese usted su esposa... –contó Leann–. Ver a la persona que quiere, con la que está casada, con la que ha tenido hijos, que se muere así, en un segundo, delante de ella... Y ella debe quedarse sentada en esa ‘habitación de la muerte’ todo el día, todos los días... Es duro, muy duro. Ya es hora de que los dejen desembarcar...”.
Como si el destino hubiese escuchado a Leann, ese mismo miércoles 1 de abril, en Washington, el presidente Donald Trump daba una conferencia de prensa en la Casa Blanca. Cuando le preguntaron sobre el caso de estos dos ‘cruceros parias’, contestó: “Se encuentran en una situación muy difícil. Debemos ayudar a esa gente. Cualquiera que sea su nacionalidad. Ocurre que la mayoría son estadounidenses, pero sean de donde sean, se están muriendo y tenemos que hacer algo. El gobernador de Florida lo sabe muy bien”. Trump tenía una parte importante de responsabilidad en el calvario sufrido por la gente del Zaandam. Y lo sabía. Había preferido satisfacer los intereses de las compañías navieras en vez de defender la salud de los pasajeros. Contrariamente a lo que recomendaban los CDC, había retrasado de varias semanas la orden de detener las salidas de los cruceros. De haber respetado las consignas de las autoridades sanitarias, el Zaandam no hubiese zarpado de Buenos Aires aquel fatídico 7 de marzo. La tragedia del ‘crucero maldito’ hubiese sido evitada... Muchas vidas se hubiesen salvado...
El gobernador Ron DeSantis, que tan firmemente se había opuesto al desembarco de los viajeros, cambió de pronto de opinión ese mismo miércoles 1 de abril tras conocer que el presidente Donald Trump deseaba que se recibiesen “porque eran estadounidenses”... El alcalde del condado de Broward, Dale Holness, que antes también desaprobaba la acogida de los zaandamnautas, declaraba ahora: “Esta es una situación humanitaria (...) Debemos proporcionar una opción de desembarque para las personas a bordo que necesitan llegar a salvo a sus casas”.
Lo importante, para los náufragos recluidos, era que, por fin, después de estar tres semanas errando por los mares a bordo de un buque fantasma implorando puerto, iban a poder tocar tierra... El conjuro se terminaba. Como dijo un marino: “No arrastramos maldición, pero necesitábamos un poco de suerte...”.
El jueves 2 de abril, la compañía Holland America, del grupo Carnival, presentó un plan de evacuación aprobado por las autoridades locales. Ambos buques se fueron entonces acercando a Port Everglades, en el municipio de Fort Lauderdale, pero no atracaron. Tuvieron que esperar veinticuatro horas a que se organizase toda la compleja logística del doble desembarque, asociado al transporte de los enfermos más graves hacia los hospitales disponibles, y al traslado directo de los pasajeros sanos al aeropuerto.
DOS MUERTOS MÁS...
El viernes 3 de abril, las naves acostaron y comenzó la cuidadosa operación de excarcelación. Como sabemos, en ambos barcos había unos 1 250 pasajeros. Antes de bajar, recibieron instrucciones para usar siempre mascarillas faciales durante su desplazamiento. Tuvieron que prometer que se autoimpondrían una cuarentena de catorce días al llegar a sus casas. Los floridanos descendieron primero, seguidos por el resto de los estadounidenses y luego los demás habilitados. Los catorce infectados más graves fueron evacuados del Zaandam hacia hospitales cercanos.
Uno de estos enfermos –un trabajador indonesio de 50 años, que había desarrollado una forma grave de Covid-19– fue conducido a un hospital local y finalmente falleció... Fue el quinto muerto del Zaandam.
Otro pasajero, el canadiense Bryan Eaton, 79 años, que también había dado positivo a la Covid-19 mientras estaba a bordo, fue llevado a un hospital de Fort Lauderdale y le pusieron un ventilador. Los médicos no pudieron salvarlo; también falleció... Fue el sexto muerto del Zaandam. Ambas víctimas eran los dos enfermos “en estado crítico” que el Gobierno colombiano de Iván Duque, aliado principal de Estados Unidos en América Latina, se negó a dejar desembarcar en la isla San Andrés...
En coordinación con Holland America, con las autoridades estadounidenses y los países de origen, se organizaron unos vuelos chárter especiales de repatriación de los viajeros. Después de ser examinados y autorizados por los equipos sanitarios, los pasajeros del Rotterdam que no presentaban síntomas, fueron conducidos directamente al aeropuerto escoltados por policías en motocicletas. A lo largo del viernes 3 y del sábado 4 de abril, todos los viajeros con vuelo de retorno a su país fueron desembarcando. Al descender del buque, una pasajera estadounidense, Laura Gabaroni, pensando en sus compañeros de aventura que “salieron a navegar y encontraron muerte ominosa”, declaró con tristeza y rabia a la prensa: “Cuatro personas están ahora muertas, y eso quedará en la conciencia de todas las autoridades que, a lo largo del camino, nos rechazaron...”.
No sólo de esas autoridades, también de los dirigentes de las navieras que tienen una importante responsabilidad en la catástrofe humanitaria de los cruceros. Se negaron a admitir que el nuevo Coronavirus se contagiaba rápidamente, y subestimaron la gravedad de la enfermedad. Siguieron enviando barcos a la mar cuando diversos países habían cerrado ya sus fronteras y sus puertos. Una investigación del Wall Street Journal demostró que, “a principios de marzo, los operadores de cruceros tenían amplias pruebas para creer que su flota de cruceros de lujo eran incubadoras del nuevo Coronavirus. Sin embargo, continuaron llenando cruceros con pasajeros, poniendo en peligro a los que estaban a bordo y ayudando a extender la pandemia de Covid-19 a Estados Unidos y a todo el planeta. En total, la industria de cruceros lanzó viajes a bordo de más de cien naves a partir del 4 de marzo, el día de la primera muerte confirmada de Covid-19 de un pasajero de un crucero que hacía escala en Estados Unidos”.
Resultado: unos sesenta navíos (o sea, el 20% de la flota global) se infectaron; al menos 2.600 personas dieron positivo a la Covid-19 durante o inmediatamente después de un viaje de crucero, y por lo menos 70 enfermos fallecieron. Aunque tal vez el verdadero número de personas que se infectaron y murieron por haber viajado a bordo de cruceros no se sepa nunca... No existe ninguna agencia mundial de salud que rastree ese tipo de estadística.
Para la industria de los cruceros, uno de los segmentos más dinámicos, como ya dijimos, de la economía mundial del turismo, eso significó un desastre absoluto. Que impactó brutalmente donde más le duele a las empresas, en los resultados financieros. Los precios de las acciones de las principales navieras se desplomaron a niveles jamás vistos: Carnival Corp, dueña del Zaandam, perdió el 77,3% de su valor...
Royal Caribbean Cruises Ltd, el 74,74%. Y Norwegian Cruise Line Holdings, el 81,52%. Y no es imposible que sigan desplomándose, porque ahora deberán afrontar todas las denuncias legales que las familias de los fallecidos y los enfermos están presentando contra ellas ante los tribunales. Las indemnizaciones a pagar podrían ser astronómicas... Como dijo Orlando Ashford, patrón de Holland America: “La pandemia global ha impactado nuestra industria con una violencia absolutamente sin precedentes”. Él mismo fue despedido el 12 de mayo, y abandonó la presidencia de su naviera el 31 de mayo.
Orlando Ashford se estará sin duda preguntando ahora: ¿qué pasará, en la “nueva normalidad” del mundo post-pandémico, con la industria de cruceros? ¿Podrá recuperarse de su pésima gestión de la Covid-19? No cabe duda de que tendrá que someterse a cambios drásticos. Algunas navieras ya han empezado a formular planes. Por ejemplo, la Genting Cruise Line declaró que llevará a cabo un sinfín de importantes reformas cuando los cruceros se reanuden. Se exigirá un certificado médico para los pasajeros mayores de 70 años, habrá detectores de fiebre en los pasillos, las mascarillas para pasajeros y tripulantes serán obligatorias, y se desinfectarán las áreas más concurridas cada dos horas... ¿Será eso suficiente para evitar que se reproduzca una ‘maldición’ como la del Zaandam...? No es seguro...
UNA METÁFORA FLOTANTE
El sábado 4 de abril, en la tarde, los últimos pasajeros que permanecían en el Zaandam fueron trasladados al Rotterdam. Holland America indicó que, a bordo de este buque, quedaban únicamente 53 personas, entre tripulantes y pasajeros no repatriados por sus países. Seis días más tarde, el 10 de abril, el Rotterdam partió a estacionarse en Bahamas con un grupo residual de pasajeros olvidados por sus Gobiernos. Entre ellos una docena de argentinos que sólo conseguirían regresar el 28 de abril a Buenos Aires, lugar donde, cincuenta y tres días antes, había comenzado la odisea de su ‘crucero maldito’. Cuando el mundo se veía tan diferente...
El Zaandam zarpó de Port Everglades el 4 de abril. A finales de mayo, se hallaba en Europa, anclado en aguas holandesas, frente al puerto de La Haya, sometido a una profunda operación de mantenimiento, de limpieza y de minuciosa desinfección. Sus propietarios están pensando en cambiarle de nombre... Se comprende que deseen borrar el recuerdo de la maldición de este desdichado ’crucero paria’. Y sobre todo el rastro del engaño, del fraude del que fueron víctimas sus últimos pasajeros. Aunque lo que habría que borrar y cambiar para siempre es más bien el modelo de explotación de los cruceros. Un modelo funesto para la naturaleza, los tripulantes y los viajeros. Que confirma, de manera ejemplar, aquella justa observación de Carlos Marx según la cual “el capitalismo tiende a destruir sus dos principales fuentes de riqueza: la naturaleza y los seres humanos”.
CONCLUSIÓN
La triste odisea del Zaandam encarna, de modo emblemático, el escenario de una sociedad pre-pandémica obsesionada por el lucro y fascinada por el deleite, pero vacía de humanidad, incapaz de advertir lo que se avecinaba y abocada a hundirse... Este crucero, de alguna manera, es la alegoría concentrada, la metáfora flotante de lo que la nueva peste está produciendo por todas partes en el mundo: egoísmos y exclusiones; cierre de fronteras; miedo a contagiarse; falta de mascarillas; ausencia de tests de detección; colapso de los centros sanitarios; falta de liderazgo global; ausencia de solidaridad; órdenes de confinamiento; dificultades de abastecimiento; la vida virtual con las redes sociales; el conteo de los muertos y de los infectados; la comandancia sobrepasada; los más ricos escudados en sus aposentos con balcón; los tripulantes filipinos, srilankeses o indonesios extenuados, mal pagados, pero indispensables en el rol de trabajadores migrantes...
Y todos en la misma nave. Todos a la deriva. Todos ansiando que esto se termine. Todos queriendo ‘volver a juntarse’. Anhelando regresar a un pasado reciente... En un mundo que, definitivamente, ya no es el mismo.

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