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miércoles, 10 de junio de 2020

La pandemia y el sistema-mundo (III)

Ignacio Ramonet,
Le Monde Diplomatique.

Dr. Ignacio Ramonet.
EL JABÓN Y LA MÁQUINA DE COSER

No cabe duda de que la geolocalización y el rastreo de la telefonía móvil sumados al uso de los algoritmos de predicción, las aplicaciones digitales sofisticadas y el estudio computarizado de modelos estadísticos muy fiables han ayudado a cierto control de los contagios. Pero también es cierto que, no obstante lo que afirma Byung-Chul Han, este derroche de tecnologías futuristas no ha resultado suficiente y definitivo para combatir la expansión de la Covid-19. Ni siquiera en Corea del Sur, China, Taiwán, Hong Kong, Vietnam o Singapur...

El relativo éxito de estos países contra la Covid-19 se explica sobre todo por la experiencia adquirida en su larga lucha, entre 2003 y 2018, contra el SARS y el MERS, las dos epidemias precedentes causadas también por Coronavirus... El SARS –que fue el primer virus letal impulsado por la hiperglobalización– saltó a los humanos desde las civetas, otro mamífero vendido en mercados de China. Transportado por los vuelos comerciales globalizados, ese microorganismo se expandió por el mundo llegando a una treintena de países. Durante el tiempo que duró la epidemia –contra la cual tampoco había vacuna ni tratamiento terapéutico– se confirmaron cerca de 10.000 infectados y casi 800 muertes... En 2012, cuando apenas esas naciones terminaban de controlar la epidemia de SARS, surgió el MERS, causado por otro Coronavirus que saltó esta vez de camellos a humanos en Oriente Medio.

Ninguna de estas dos plagas llegó a Europa ni a Estados Unidos. Lo cual explica también, en parte, por qué los Gobiernos europeos y estadounidense reaccionaron tarde y mal ante la pandemia. Carecían de experiencia... Mientras que China, Taiwán, Hong Kong, Singapur y Vietnam padecieron el cruel embate del SARS... Y Corea del Sur tuvo que enfrentar además, en 2015, un brote particularmente dañino de la epidemia del MERS...

Contra esos dos nuevos Coronavirus, en situación de urgencia absoluta, y sin que ninguna potencia occidental acudiese en su ayuda, todas estas naciones asiáticas no perdieron tiempo experimentando tecnologías digitales para frenar los contagios. Echaron mano de disposiciones de salud pública del pasado que los epidemiólogos conocían bien porque, frente a numerosas epidemias, como ya hemos dicho, desde la Edad Media, se habían empleado con eficacia... Perfeccionadas y afinadas desde el siglo XIV, medidas como la cuarentena, el aislamiento social, las zonas restringidas, el cierre de fronteras, el corte de carreteras, la distancia de seguridad y el seguimiento de los contactos de cada infectado, se aplicaron de inmediato... Sin recurrir a tecnologías digitales, las autoridades se basaron en una convicción bien sencilla: si por arte de magia todos los habitantes permaneciesen inmóviles en donde están durante catorce días, a metro y medio de distancia entre sí, toda la pandemia se detendría al instante.

A partir de entonces, el uso de mascarillas se generalizó en toda Asia. Y se crearon decenas de fábricas especializadas en la producción masiva de tapabocas de protección... Las revisiones de fiebre con termómetros infrarrojos digitales en forma de pistola se volvieron rutinarias. En las ciudades de los países asiáticos afectados, se hizo habitual, desde 2003, la toma de la temperatura de la gente antes de entrar a un autobús, un tren, una estación del metro, un edificio de oficinas, una fábrica, una discoteca, un teatro, un cine o incluso un restaurante... También se hizo obligatorio lavarse las manos con agua clorada o jabón. En los hospitales –como se hacía en el siglo XIX– las áreas se dividieron en zonas “limpias” y “sucias”, y los equipos médicos no cruzaban de una a otra. Se construyeron tabiques para separar alas completas; el personal sanitario entraba por un extremo de la sala enfundado en escafandras protectoras y salía por el extremo opuesto desinfectado bajo la inspección de enfermeros...

Toda esa zona de Asia del Este vivió entonces, por vez primera, lo que estamos viviendo nosotros a escala planetaria. Ahí, en Corea del Sur particularmente, se realizaron entonces –y no fue por casualidad– algunas de las mejores películas post-apocalípticas sobre el tema del contagio fulminante: Virus (2013), de Kim Sung-soo y Tren a Busán (2016), de Yeon Sang-ho.

Con el SARS y el MERS, los Gobiernos de estos países aprendieron a almacenar, por precaución, ingentes cantidades de equipos de protección (mascarillas, escudos faciales, guantes, escafandras, gel desinfectante, batas, etc.). Sabían que, en caso de nuevo brote epidémico, había que actuar de prisa y agresivamente.

Es lo que hicieron en enero pasado, cuando empezó a extenderse la Covid-19. China no tardó en imponer la cuarentena estricta. Aisló en zonas herméticas a los infectados y también a sus contactos. No lo hicieron Corea del Sur, ni Japón, pero todos exigieron la distancia de seguridad y llevar mascarillas higiénicas. Y multiplicaron masivamente los tests de despistaje.

El caso más paradigmático, en el sureste asiático, es el de Vietnam. Había sido uno de los países que más velozmente y más decididamente actuó contra el SARS en 2003. Y aprendió la lección. Cuando el nuevo Coronavirus SARS-CoV-2 empezó a extenderse por la región, las autoridades de Hanoi aplicaron inmediatamente –con sólo seis personas contagiadas– las medidas más estrictas de confinamiento y aislamiento. Y en febrero de 2020, anunciaron haber contenido la pandemia. Fue el primer país del mundo en vencer al nuevo Coronavirus. Todos los infectados se curaron. No murió ni un solo paciente.

Todo esto demuestra que, a pesar de su importancia, las tecnologías digitales de localización e identificación no son suficientes para contener al Coronavirus. Además, el empleo generalizado de mascarillas higiénicas impide una utilización eficaz de los sistemas biométricos de reconocimiento facial.

Desde las primeras semanas, China, Corea del Sur, Hong Kong, Taiwán y Singapur comprobaron que, a causa del uso masivo de mascarillas y de protectores oculares, su sistema de biocontrol mediante cámaras de videoprotección no era efectivo.

O sea, que la espectacular supremacía tecnológica de la que tanto nos ufanábamos, con nuestros teléfonos inteligentes de última generación, los drones futuristas, los robots de ciencia ficción y las biotecnologías innovadoras han servido de poco, como ya lo hemos dicho, a la hora de contener el primer impacto de la marea pandémica. Para tres objetivos urgentísimos –desinfectarnos las manos, confeccionar mascarillas y frenar el avance del virus–, la humanidad ha tenido que recurrir a productos y a técnicas viejos de varios siglos atrás. Respectivamente: el jabón, descubierto por los romanos antes de nuestra era; la máquina de coser, inventada por Thomas Saint en Londres hacia 1790; y, sobre todo, la ciencia del confinamiento y del aislamiento social, afinada en Europa contra decenas de oleadas de pestes sucesivas desde el siglo V... ¡Qué lección de humildad!

SACRIFICANDO A LOS “DEMASIADO VIEJOS”

Son tiempos también de insolidaridad. Los egoísmos nacionales se han manifestado con sorprendente y brutal rapidez. Estados vecinos y amigos no han dudado en lanzarse a una “guerra de las mascarillas” o en apoderarse, cual piratas, de material sanitario destinado a sus socios. Hemos visto a Gobiernos pagar el doble o el triple del precio de material sanitario para conseguir los productos e impedir que sean vendidos a otras naciones. Los medios han mostrado como, en las pistas de los aeropuertos, contenedores de tapabocas eran arrancados a aviones de carga para desviarlos hacia otras destinaciones.

Italia acusó a la República checa de robarle los lotes de mascarillas comprados en China y que hacían escala en Praga. Francia denunció a Estados Unidos por lo mismo. España culpó a Francia... Fabricantes asiáticos informaron a Gobiernos africanos y latinoamericanos que no podían venderles por el momento material sanitario porque Estados Unidos y la Unión Europea pagaban precios superiores.

En la vida cotidiana, la suspición y la desconfianza han crecido. Muchos extranjeros o forasteros, o simplemente ancianos enfermos, sospechosos de introducir el virus, han sido discriminados, perseguidos, apedreados, expulsados... Es cierto que las personas mayores constituyen el grupo con mayor índice de mortalidad. Ignoramos por qué. Algunos fanáticos ultraliberales no han tardado en reclamar sin tapujos la eliminación maltusiana de los más débiles. Un vice-gobernador, en Estados Unidos, declaró: “Los abuelos deberían sacrificarse y dejarse morir para salvar la economía”. En esa misma vena aniquiladora, el analista neoliberal del canal estadounidense CNBC, Rick Santelli reclamó un ‘darwinismo sanitario’ y pidió “inocular el virus a toda la población. Eso sólo aceleraría el curso inevitable... Pero los mercados se estabilizarían”. En Holanda, donde el primer ministro ultraliberal Mark Rutte apuesta también por la “inmunidad de rebaño”, el jefe de epidemiología del Centro Médico de la Universidad de Leiden, Frits Rosendaal, declaró que “no se deben admitir en las UCI a personas demasiado viejas o demasiado débiles”. Amenazas dignas de demonios exterminadores de novelas gráficas... Y además absurdas porque, como explica una enfermera: “La Covid-19 es mortal. Y puedo decir que no distingue límite de edad. Ni color. Ni talla. Ni origen. Ni clase social. Ni nada. Atacará a cualquiera”.

La Covid-19 no distingue, es cierto, pero las sociedades desigualitarias sí. Porque, cuando la salud es una mercancía, los grupos sociales pobres, discriminados, marginados, explotados quedan mucho más expuestos a la infección. Es el caso de lo que pasa, por ejemplo, en Singapur donde –como vimos– las autoridades consiguieron en un primer tiempo controlar la epidemia. Sin embargo, en esa opulenta ciudad-Estado existe una minoría de cientos de miles de migrantes venidos de países pobres, empleados en la construcción, el transporte, las tareas domésticas y los servicios. El país depende de esos trabajadores para el funcionamiento de su economía. Pero el aislamiento físico es casi imposible en esos empleos. Por su condición social, muchos de esos inmigrantes tuvieron que continuar en sus tareas a pesar del peligro de infectarse... Por otra parte, una ley exige que los trabajadores extranjeros residan en ‘dormitorios’, unas habitaciones que albergan hasta una docena de hombres, con baño, cocina y ducha colectivos.

Inevitablemente esos locales se convirtieron en focos de infección...

A partir de esos núcleos, el virus se volvió a dispersar... Está documentado que cerca de 500 nuevos contagios surgieron de ahí. Un sólo ‘dormitorio’ causó el 15% de todos los nuevos casos del país.

Hasta tal punto que Singapur, “ejemplo” de país vencedor de la pandemia, enfrenta ahora un peligroso repunte de la Covid-19. El Coronavirus reveló las desigualdades ocultas de la sociedad...

Lo que ocurrió en esos ‘dormitorios’ de Singapur da una idea de lo que podría suceder en el sureste de Asia, en la India, en África, en América Latina, y en naciones de escasos recursos, con sistemas sanitarios embrionarios. Si en Estados ricos –Italia, Francia, España–, el virus ha hecho los terribles estragos que conocemos, ¿qué ocurrirá en algunas zonas depauperadas de África? ¿Cómo hablar de ‘confinamiento’, o de ‘aislamiento’, o de ‘gel desinfectante’, o de ‘distancia de protección’, o hasta de ‘lavarse las manos’ a millones de personas que viven, sin agua corriente, hacinadas en favelas, chabolas o barrios de latas, o duermen en las calles, o viven en campamentos improvisados de refugiados, o en las ruinas de edificios destruidos por las guerras ? Sólo en América Latina, el 56% de los activos viven en la economía informal...

Por su parte, la principal superpotencia del planeta, Estados Unidos, ha renunciado, por primera vez en su historia, a encabezar la lucha sanitaria y a ayudar a los enfermos del mundo. En una nación de semejante riqueza, el virus ha venido a desvelar las excesivas desigualdades en materia sanitaria. Los habitantes descubren una falta de insumos básicos así como las deficiencias de su sistema de salud pública. Hace tiempo que el senador Bernie Sanders viene reclamando que se considere “el sistema de salud como un derecho fundamental del ser humano”. Y muchas otras personalidades reclaman ese cambio: “Necesitamos una nueva economía de los cuidados –expresó, por ejemplo, Robert J. Shiller, premio Nobel de Economía– que integre los sistemas nacionales de salud públicos y privados”.

Entre tanto, la Covid-19 está causando, en ese país, decenas de miles de muertos. Y la situación se puede agravar porque unos veintisiete millones de personas (8,5% de la población) no poseen seguro médico y otros once millones son trabajadores ilegales, sin documentos, que no se atreven a acudir a los hospitales...

En lo que es hoy el epicentro mundial de la pandemia, los analistas observan una “exacerbación de la disparidad de salud”. Algunas minorías étnicas –afroestadounidenses, hispanos– están teniendo, en efecto, un índice de letalidad frente al Coronavirus muy superior a su representatividad social. En Nueva York, por ejemplo, afroamericanos y latinos suman el 51% de la población, pero acumulan un 62% de los fallecimientos por Covid-19. En el estado de Michigan, los afroestadounidenses constituyen el 14% de la población, pero concentran el 33% de los infectados y el 41% de las muertes. En Chicago, los afrodescendientes son el 30% de la población, pero representan el 72% de los fallecimientos... “Unas cifras que dejan sin aliento...”, dijo Lori Lightfoot, la alcaldesa de Chicago.

En un país donde el test para saber si alguien es positivo al nuevo Coronavirus cuesta 35.000 dólares, la salud es a menudo un reflejo de la inequidad social. Al capitalismo salvaje le tiene sin cuidado el dolor de los pobres. Si latinos y afroamericanos son, en Estados Unidos, más vulnerables frente el Coronavirus, es porque son víctimas de una serie de desventajas sociales. También son las minorías que, por haber tenido, históricamente, menos acceso a los servicios de salud, padecen con frecuencia una serie de patologías graves: “Siempre hemos sabido –explica el Dr. Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de Estados Unidos– que enfermedades como la diabetes, la hipertensión, la obesidad y el asma afectan, de manera desproporcionada, a las poblaciones minoritarias, particularmente a los afroamericanos”.

A pesar del azote de la Covid-19, algunos empresarios han seguido exigiendo que los trabajadores regresen a sus puestos para salvar la economía. Latinos y afroamericanos tienen pues que seguir trabajando en las calles, realizando algunos de los trabajos más duros, limpiando edificios, conduciendo autobuses, desinfectando hospitales, atendiendo supermercados, manejando taxis, repartiendo paquetes, etc. Al riesgo de infección que enfrentan en sus barrios marginados, se suman los peligros que encaran en los transportes públicos y en sus empleos... En cuanto a los inmigrantes ilegales e indocumentados, acosados por las autoridades, no van a los servicios de salud, como ya dijimos, por miedo a que los detengan...

Cada día de esta plaga, la gente se convence más que es el Estado, y no el mercado, el que salva. “Esta crisis –explica Noam Chomsky– es el enésimo ejemplo del fracaso del mercado. Y un ejemplo también de la realidad de la amenaza de una catástrofe medioambiental. El asalto neoliberal ha dejado a los hospitales desprovistos de recursos. Las camas de los hospitales fueron suprimidas en nombre de la ‘eficiencia económica’ (...) El Gobierno estadounidense y las multinacionales farmacéuticas sabían, desde hace años, que existía una gran probabilidad de que se produjese una pandemia. Pero, como prepararse para ello no era bueno para los negocios, no se hizo nada”. Por su parte, el filósofo francés Edgar Morin constata: “Al fin y al cabo, el sacrificio de los más frágiles –ancianos, enfermos– es funcional a una lógica de la selección natural. Como ocurre en el mundo del mercado, el que no aguanta la competencia es destinado a perecer. Crear una sociedad auténticamente humana significa oponerse a toda costa a ese darwinismo social”.

HÉROES DE NUESTRO TIEMPO

La pandemia también tiene sus héroes y sus mártires. Y en esta pelea, los guerreros que han subido a primera línea, a los puestos de avanzada a afrontar el letal SARS-CoV-2 han sido los médicos, las enfermeras, el personal auxiliar y otros trabajadores de la salud convertidos en protagonistas involuntarios, conquistando elogios y aplausos desde los balcones, las plazas y las calles de ciudades de todo el mundo.

Casi todos ellos funcionarios públicos, para quienes la salud de la población no es una mercancía sino una necesidad básica, un derecho humano.

Pasarán a la historia, extenuados, agotados, por su dedicación en la labor diaria de combatir la infección y salvar vidas. A menudo, han enfrentado al contagioso virus sin mascarillas, ni batas, ni equipos de protección... “¡Marchamos a la guerra sin armas!” denunció una veterana enfermera de Guayaquil, en Ecuador, furiosa por el contagio de ochenta colegas y la muerte de otros cinco...

El personal sanitario está arriesgando, en efecto, su propia vida. Según el Centro para el Control de Enfermedades de Estados Unidos, entre el 10% y el 20% de todos los infectados con Coronavirus son trabajadores de la salud. Muchos están muriendo. Algún día, cuando esta pesadilla se desvanezca, tendremos que erigir monumentos en honor de esos mártires con bata blanca. Para recordar por siempre su coraje, su abnegación, su humanidad. Seguramente cuando Albert Camus decía que “la peste nos enseña que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”, pensaba en ellos.

Al respecto, un pequeño país, también digno de admiración, se ha distinguido por su altruismo y generosidad. Se trata de Cuba. Sitiada y bloqueada desde hace sesenta años por Estados Unidos y sometida además por Washington a brutales medidas coercitivas unilaterales, la isla fue la primera en acudir en ayuda de China cuando estalló esta pandemia. Desde entonces las autoridades cubanas no han cesado de enviar brigadas de médicos y personal sanitario a combatir la Covid-19 a una veintena de países, respondiendo a las solicitaciones angustiadas de sus Gobiernos. Entre ellos tres de la rica Europa: Italia, Francia y Andorra. Estas Brigadas Internacionales de Médicos Especializados en Situaciones de Desastres y Graves Epidemias existen desde los años 1960. En 2005, tomaron el nombre de “Henry Reeve” –un brigadier estadounidense que luchó y murió por la independencia cubana–, con ocasión del paso del Huracán Katrina por el sur de Estados Unidos.

El mundo está descubriendo lo que los principales medios dominantes internacionales han tratado de ocultar hasta ahora, que Cuba es una superpotencia médica con más de 30.000 médicos y enfermeros desplegados en 66 naciones. Todo ello obedeciendo a una consigna humanista y visionaria de Fidel Castro formulada con estas palabras: “Un día dije que nosotros no podíamos ni realizaríamos nunca ataques preventivos y sorpresivos contra ningún oscuro rincón del mundo; pero que, en cambio, nuestro país era capaz de enviar los médicos que se necesiten a los más oscuros rincones del mundo. Médicos y no bombas, médicos y no armas inteligentes”. La Habana también está proporcionando su medicamento antiviral Interferón Alfa-2B Recombinante puesto a punto por sus científicos en sus laboratorios de biotecnología, y cuyo uso prevendría el agravamiento y las complicaciones en pacientes infectados por el nuevo Coronavirus (CONTINUARÁ...).

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