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jueves, 25 de junio de 2020

La odisea del “Zaandam”: crucero maldito (II)

Ignacio Ramonet,

Le Monde Diplomatique.

El Zaandam... un mal recuerdo.
CRUCEROS PARIAS...

En aquel luminoso fin del verano austral, todo prometía ser estupendo, fascinante, maravilloso... Así pues, el sábado 7 de marzo, con 1.283 pasajeros y 586 tripulantes a bordo, el Zaandam estaba listo para zarpar de Buenos Aires, rumbo a su última travesía de la temporada antes de regresar a su puerto de amarre en Port Everglades, en Florida.

Detengámonos aquí un momento para preguntarnos ¿cuál era, ese preciso día 7 de marzo, el contexto sanitario internacional? La respuesta es muy clara: no era ni ‘estupendo’, ni ‘fascinante’, ni ‘maravilloso’, sino todo lo contrario. Los casos de infección por Coronavirus fuera de China se estaban multiplicando y sembrando el pánico por todo el mundo. Ya eran más de cien mil los infectados en un centenar de naciones. Todo se estaba volviendo bastante alucinante. Y en diversos países, los Gobiernos endurecían las medidas para atajar los contagios. Las autoridades canadienses, por ejemplo, el 2 de marzo –cinco días antes de que zarpara el Zaandam–, ya habían advertido oficialmente a sus ciudadanos, mediante la Agencia de Salud Pública de Canadá, que evitaran “todos los viajes en crucero”...

Y ese mismo día, ya se hallaban en alta mar, frente a la costa de California, doscientos treinta y siete canadienses atrapados a bordo del crucero Grand Princess con veintiuna personas infectadas por el nuevo Coronavirus. Diecinueve de las cuales eran miembros de la tripulación que, como ya lo explicamos, habían estado expuestos al contagio en un precedente viaje, en febrero, cuando un viajero, positivo a la Covid-19, había fallecido... En ese mismo viaje anterior, otras nueve personas al menos se habían infectado... Todos los pasajeros habían abandonado el Grand Princess al final de aquel crucero, pero los tripulantes, incluidos los infectados asintomáticos, se quedaron a bordo como era la costumbre, y habían contagiado a los nuevos viajeros... Recordemos además que, cuando está levando anclas en Buenos Aires el Zaandam, ya, desde hacía un mes, el Diamond Princess había tenido, frente a las costas de Japón, más de setecientos infectados a bordo y más de una decena de muertos...

Debemos añadir que tres semanas antes, otro crucero de la misma compañía Holland America Line, el MS Westerdam, ya había conocido también muy serios problemas ligados a la epidemia de Covid-19.

Este barco había salido de Hong Kong el 1 de febrero y había pasado diez días errando en altamar... La prensa lo había bautizado el “crucero paria” porque todos los territorios asiáticos a los que se acercaba se negaron a permitirle atracar. Y eso que, en aquel momento, no tenía ningún caso de Covid-19 a bordo... Ni Taiwán, ni Japón, ni Filipinas, ni Tailandia, ni Guam le permitieron desembarcar, ni siquiera echar anclas frente a sus costas... Las autoridades habían cerrado las fronteras tratando de impedir el ingreso por cualquier vía del nuevo Coronavirus surgido en Wuhan. Finalmente, por razones humanitarias, Camboya había autorizado la evacuación de los 1.455 pasajeros del Westerdam en el puerto de Sihanoukville hasta que, el 11 de febrero, se descubrió finalmente que una estadounidense de 83 años había dado positivo a la Covid-19... De inmediato, se suspendió el desembarco... Y varios centenares de pasajeros así como los ochocientos tripulantes se vieron obligados a permanecer a bordo en cuarentena indefinida...

El nuevo Coronavirus no cesaba pues de propagarse. Daba miedo. Hacía ya semanas que había conseguido escabullirse fuera de Asia y continuaba expandiéndose por otros continentes a toda velocidad. El 6 de febrero, por ejemplo, –o sea, un mes antes de que el Zaandam saliera de Buenos Aires– ya se había producido, en el condado de Santa Clara, en California, la primera muerte de un estadounidense relacionada con la Covid-19. El 13 de febrero, en Valencia, España, había expirado la primera víctima del Coronavirus en Europa. Dos días más tarde, fallecía un primer paciente enfermo de la Covid-19 en Francia.

Una semana después, el 22 de febrero, en Padua, sucumbía de la misma enfermedad el primer italiano. El 2 de marzo, en un asilo de ancianos de Vancouver, infectado por el nuevo germen, se extinguía el primer canadiense... Y en Holanda, donde el Zaandam estaba matriculado y de donde era originario el propio capitán del navío, Ane Jan Smit, el primer contagio de SARS-CoV-2 ya se había producido en Tilburgo el 27 de febrero; y un primer paciente neerlandés de 86 años acababa de fallecer en Róterdam el viernes 6 de marzo, es decir, la víspera del inicio del crucero para bordear el Cono Sur de América.

Nadie por consiguiente podía ignorar, por esas fechas, la gravedad de la situación sanitaria mundial. Los grandes medios planetarios y las redes sociales no hablaban de otra cosa. La nueva peste no descansaba, recorría el mundo. Venía pisándoles los talones a los turistas que huían de tantos países infectados y que, ese sábado 7 de marzo, en la terminal de cruceros ‘Benito Quinquela Martín’ de la capital de Argentina, comenzaban a abordar el luminoso Zaandam. Los viajeros de habla española iban a hallar, en sus lujosos camarotes, los periódicos porteños de ese día. Todos daban, en portada, la misma noticia: “¡Hay ocho casos de Coronavirus en el país!”. Los viajeros se enteraron así de que el germen ya había llegado a Argentina... La pandemia los había alcanzado...

Cuando le preguntaron a uno de los pasajeros, cómo se le había ocurrido encerrarse en un crucero en plena oleada de peste mundial, explicó lo siguiente: “Es cierto que ya antes de zarpar, el Coronavirus había empezado a invadir el mundo (...) Los medios no paraban de hablar de ello (...) Pero el continente sudamericano parecía estar a salvo de contagios (...)”. En realidad no lo estaba. El SARS-Cov-2 ya se había expandido por Brasil, Chile, Perú, Ecuador, Colombia y Paraguay además de Argentina. En Chile, incluso ya había casos en Puerto Montt, una de las escalas previstas del Zaandam. Y en Buenos Aires mismo, precisamente ese día 7 de marzo, el virus acababa de matar a un hombre de 64 años, su primera víctima argentina y latinoamericana. Pero además, el día anterior, 6 de marzo –aunque obviamente el pasajero lo ignorase–, una profesora universitaria recién regresada de Francia acababa de dar positivo a la Covid-19 en Tierra del Fuego... O sea, desde la víspera, el germen ya había adelantado a los viajeros que huían de él... Los estaba esperando en Ushuaia, a orillas del Canal Beagle, allá en la punta extrema del continente... Los pasajeros del Zaandam iban pronto a descubrir que, para el nuevo Coronavirus, el fin del mundo no estaba lo suficientemente lejos...

UN DIQUE DE NATA...

Dice un proverbio francés que partir es morir un poco... El Zaandam partió al atardecer, bañado por un sol llameante que incendiaba la bóveda de los cielos. Negras y enfangadas siempre, las aguas del Río de la Plata se teñían en esa hora melancólica de centelleantes reflejos dorados. En contraste, el fragor de los poderosos motores, el bullicio de las olas, el alarido de las sirenas y el graznido de las gaviotas componían una inquietante banda sonora. Como si anunciaran algún mal presagio... Olía a yodo, a algas putrefactas y, por el humo que desprendía la ciclópea chimenea, también un poco a petróleo... Agrupados en cubierta o asomados a los balcones de sus camarotes, los pasajeros veían desdibujarse en la lontananza la silueta de Buenos Aires, fundiéndose en una barroca puesta de sol de tarjeta postal. Aunque muchos viajeros estaban exaltados por las perspectivas de un viaje tan enardecedor, otros meditaban en silencio sobre los escollos o los trances que el destino les podría deparar. Todos ignoraban algo: el mundo que estaban dejando ya no sería igual a su regreso. La pandemia lo iba (y los iba) a modificar para siempre...

Antes de levar anclas se había realizado, como manda el reglamento, un riguroso ‘drill’ o simulacro de emergencia. Algo muy serio. Con la tarjeta de embarque, enviada por correo electrónico, cada viajero había recibido también la descripción detallada, en inglés, de la operación del simulacro de alarma. Había tenido que imprimirla, y la había llevado consigo. La participación en el ‘drill’ era absolutamente obligatoria. Se chequeaba la presencia de cada turista en la cubierta de botes. Si alguno no estaba en persona, iban a buscarlo. Si se negaba, podían incluso desembarcarlo.

El capitán y los oficiales verificaron primero si se hallaban presentes todos los pasajeros, y hasta llamaron por altavoces a los ausentes. El objetivo era que –en caso de alarma general en el mar, cuando sonaran las fatídicas sietes pitadas cortas y una larga– cada viajero supiera a qué lugar exacto del barco debía dirigirse, cómo colocarse los chalecos flotantes y cómo identificar el bote salvavidas que le correspondía a cada uno.


Quedó claro que, en el Zaandam, no se tomaba a la ligera esta maniobra. Sin embargo, no se hizo ningún ejercicio de emergencia contra una eventual alarma de Covid-19... El capitán y sus oficiales ignoraban algo: llevaban a bordo –como en la película Alien (1979), de Ridley Scott– un pasajero clandestino, silencioso y muy peligroso... el nuevo Coronavirus.


Una vez alejados de la costa y navegando ya por el inmenso estuario del Río de la Plata, todos los viajeros parecían relajados y felices. Detrás de ellos, el mundo se iba entornando lentamente. Poco importaba, en alta mar el barco los protegería contra todo... Aunque, si hubieran conocido el significado del nombre del navío hubiesen sin duda sido menos confiados... Zaandam, en efecto, puede traducirse por “dique de nata”, y un dique de nata no protege contra nada...


Algunos viajeros deseaban encontrar en el crucero un sentido a su vida, era una manera de escapar de un mundo en el que se sentían incómodos... Se dispersaron por las cubiertas para empezar a familiarizarse con las diversas promesas de la embarcación. No pocos se repartieron por los diferentes bares y restaurantes para tomarse el cóctel de bienvenida. Los mejor informados se dirigieron al exclusivo ‘Crow’s Nest’ (Nido de Cuervos) un refinado bar con sillones de cuero, situado en lo alto de todo y en la proa de la nave, disfrutando de una vista panorámica inigualable.

La aventura empezaba. El crucero tenía una duración exacta de trece días, de los cuales cuatro de navegación pura en alta mar; tres ‘escalas virtuales’, o sea, se timoneaba por sitios maravillosos pero el navío no se detenía. Y seis eran escalas reales: se podía bajar del buque y recorrer el lugar por su cuenta, u optar por una excursión.

La primera ‘escala real’ del Zaandam fue Montevideo, capital de Uruguay. Se avistó la ciudad en la madrugada. Algunos pasajeros, después de una primera noche acostumbrándose al vaivén del barco, subieron a la cubierta ocho, al Lido Restaurant para desayunar. Les sorprendieron dos cosas. Antes de entrar, un mozo les indicó que, para evitar cualquier contagio, debían desinfectarse las manos en una suerte de lavadero automático, introduciéndolas en dos cilindros verticales en los que unos chorros de agua tibia en espiral las iban lavando por completo. También les extrañó que los camareros les sirvieran en sus mesas y no hubiese el espectacular bufet libre o ‘mesa sueca’, contrariamente a lo que prometían las ostentosas fotografías de la publicidad... Les explicaron que sería así las primeras cuarenta y ocho horas, el tiempo de verificar si había algún infectado a bordo...

El bufet libre es bien conocido por ser causa frecuente de contagios en los cruceros. Por dos razones. Los turistas hacen cola pegados los unos a los otros para acceder a la mesa bufet. Y usan los mismos cubiertos colectivos para llenar sus platos. De ese modo se van transmitiendo los gérmenes... Un experimento realizado por el canal de televisión NHK de Japón demostró lo rápido que puede extenderse un virus en el bufet de un crucero. Juntaron en una sala a diez ‘pasajeros’ sin decirles que se trataba de una experiencia.

Uno de ellos fue designado, en secreto, como ‘infectado’ y se le aplicó una pintura invisible en las manos, simulando el virus. Los ‘viajeros’ disfrutaron libremente del bufet durante treinta minutos. Pasado ese tiempo, los expertos, utilizando una luz ultravioleta, descubrieron que la pintura se había transmitido a las manos de todos los ‘pasajeros’... Y también a al rostro de tres de ellos, a la tapa de una ensaladera, a unas pinzas para agarrar los alimentos, y al asa de una jarra de zumos... Por esa razón, en el Zaandam se extremaban las medidas de higiene y se informaba a los nuevos cruceristas recién subidos en Buenos Aires de este tipo de precauciones. Eso resultó tranquilizador.

Después del desayuno, los turistas descendieron a caminar por Montevideo, visitaron el casco antiguo, el Mercado y las calles comerciales con ese encanto tan especial de la capital de Uruguay. Los que habían comprado excursiones, viajaron hasta Punta del Este o a Sacramento. A las cinco de la tarde, todos regresaron a bordo porque el Zaandam ponía rumbo al Atlántico Sur.

La primera semana de crucero resultó deliciosa. Respondió a todas las esperanzas de los ‘zaandamnautas’.

A bordo: restaurantes variados, piscina, veladas musicales, conferencias, actividades constantes... En el entorno: paisajes excepcionales, amaneceres y crepúsculos de película, vistas marítimas inauditas... La pandemia estaba casi olvidada. Sólo se pensaba en atesorar recuerdos, fotografiar, filmar, inmortalizar panoramas... Después de Montevideo y de cuarenta horas de travesía a todo motor, el buque hizo otra escala en Puerto Madryn, en la Patagonia argentina, territorio predilecto de la ballena franca austral. Con visitas a colonias de pingüinos y reservas de lobos marinos.

“¡NO TOMEN CRUCEROS!”

Después, tocaron otros dos días de pura travesía rumbo a las islas Malvinas. Mientras el barco navegaba hacia el sur, el Coronavirus seguía invadiendo el mundo. El día en que el Zaandam había atracado en Puerto Madryn, ya el Gobierno de Italia había decidido confinar a toda la población en cuarentena. Era la primera vez en la historia que se le ordenaba a los sesenta millones de habitantes de un país que se encerrasen en sus casas para evitar el contagio de una peste. En España, se habían triplicado los casos en apenas veinticuatro horas y el Gobierno había decidido cerrar los colegios y recomendar el teletrabajo. En Alemania, el ministro de Sanidad había aconsejado cancelar cualquier evento de más de mil personas. El 11 de marzo, el Director general de la OMS, como ya hemos dicho, calificó de ‘pandemia’ la nueva plaga que azotaba al mundo. También informó de que el número de casos de Covid-19 se había multiplicado, registrándose ya más de 118.000 casos en 114 países y 4.291 personas fallecidas.

En América Latina, el Coronavirus había invadido nuevas naciones como Bolivia, Paraguay, Panamá, Honduras, Uruguay, Guatemala, Venezuela... Algunos Gobiernos latinoamericanos –Venezuela, Perú, Colombia, Panamá, El Salvador– ya habían proclamado la alerta roja o la cuarentena.

En Estados Unidos, desde el 8 de marzo, cuando el Zaandam estaba llegando a Montevideo, el Departamento de Estado y los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) habían advertido a todos los viajeros que “no tomaran cruceros”, insistiendo en el riesgo cada vez mayor de contagiarse. Sin embargo, a pesar de esta advertencia, varios navíos continuaron como si nada, echándose a la mar repletos de viajeros. Las compañías seguían restándole importancia al peligro de infección. Pero una decena de las embarcaciones que salieron después del 8 de marzo acabarían reportando más de trescientos casos de Covid-19, lo que representaba, en esa fecha, el 12% del total de enfermos relacionados con el nuevo virus en todos los cruceros conocidos... Muchos fallecieron.

Mientras que, en el mundo real, las cosas se estaban poniendo muy serias, a bordo del Zaandam, las actividades se iniciaban temprano, hacia las 7h con cursos de gimnasia y yoga para todas las edades. En el teatro Wajang, en la cubierta 4, a las 9h, había un oficio religioso. Luego, cursos variados (informática, cocina, autoayuda), conferencias sobre temas relacionados con el Estrecho de Magallanes, el Canal Beagle, el Cabo de Hornos y la conquista de la Antártida. Para quienes deseaban evadirse y amaban los juegos de azar estaban las salas de bingo y el casino. Los jugadores de cartas, de póquer o de bridge, disponían de tres discretos salones: el Queen’s Room, el King’s Room y el Hudson Room. También había varias cafeterías: el Explorations Café con acceso a Internet, el Café-Biblioteca y el Crest’s Nest del que ya hablamos y que, al ponerse el sol, se convertía en discoteca con música de todas las épocas. Aunque, para asistir a un buen espectáculo nocturno era preferible acudir al gran teatro del navío, el Mondriaan Lounge, con sus seiscientas butacas, que recordaba al cabaret del crucero de la película Los caballeros las prefieren rubias (1954), de Howard Hawks, en el que Marilyn Monroe y Jane Russell cantaban aquella nolvidable canción Diamonds are a girl’s best friends...

A la hora de almorzar o cenar, los pasajeros tenían donde escoger. Si elegían el bufet (ya restablecido) en el restaurante Lido, se les proponían seis tipos de gastronomías (italiana, japonesa, india, internacional, etc.) con gran variedad de postres. También podían optar por el restaurante Rotterdam, con servicio tradicional en la mesa. O por el exclusivo Pinnacle Grill, el más refinado de todos, con menús especiales y vajilla de Bvlgari... Bajo las apariencias de un mundo feliz, el crucero no era un espacio igualitario, cada categoría social compraba, en función de su fortuna, su territorio, su camarote, su restaurante, su gastronomía, su ocio. A cada cual según su riqueza, tal era la consigna.

En el barco, el acceso a Internet era lento y de pago. Lo cual no impedía que muchos viajeros estuviesen a menudo enfrascados en sus intercambios vía correo electrónico; o actualizando sus páginas Facebook, Twitter o Instagram; o enviando a su familia y a sus amistades las mejores imágenes de su “fabulosa travesía”. O sea, no estaban aislados del mundo. No podían ignorar la tragedia que se estaba amplificando allá afuera en sus propios países. Poco a poco, en todo el planeta, las noticias se habían ido reduciendo a una sola, enorme y compulsiva: la epidemia, su fulminante expansión, sus terribles estragos. Cada vez se agudizaba más la contradicción entre la felicidad artificial del crucero y el sufrimiento real del mundo. En algún momento, estos dos universos tenían que chocar...

EL ESTRECHO DE MAGALLANES

A primera hora de la mañana, el día 13 de marzo, el crucero llegó a las Malvinas. Este archipiélago está constituido esencialmente por dos grandes islas principales, Gran Malvina y Soledad, separadas por el impresionante estrecho de San Carlos. Los pasajeros descendieron a caminar por la capital, Puerto Argentino (Port Stanley), situada en el extremo nororiental de la isla Soledad. Visitaron su catedral anglicana de Cristo Rey, su ‘museo de las islas Malvinas’ y sus tan británicos pubs. Algunos eligieron una excursión por carretera, en vehículo todo terreno, para ver los pingüinos de Punta Voluntarios. Las Malvinas poseen una biodiversidad increíblemente rica. Ofrecen, en particular, la posibilidad de acercarse al vistoso ‘pingüino rey’ con sus mejillas y pico de color naranja rojizo, y su parche dorado en la zona del cuello.

Poco antes del crepúsculo, el barco levó anclas para poner rumbo durante la noche hacia uno de los grandes objetivos del viaje: el Estrecho de Magallanes cuya entrada atlántica se sitúa casi enfrente del archipiélago malvino, en pleno oeste. Como dicen los manuales de geografía, en esta región el mal tiempo es el estado normal, el buen tiempo un accidente transitorio. Al despuntar el día 14, con mar ligeramente rizada, viento de proa y aire bien frío, el Zaandam se presentó ante la imponente boca del mítico estrecho descubierto por Hernando de Magallanes el 21 de octubre de 1520. Hallazgo que fue el resultado de una larga búsqueda, por parte del marino portugués al servicio del rey de España, de una ruta menos larga y peligrosa que la del Cabo de Buena Esperanza, en la punta sur de África, para alcanzar por el poniente las tan ansiadas islas ‘de las Especias’, actuales Molucas.

Bien abrigados, algunos pasajeros se agarraban a las barandillas de proa de la cubierta principal dispuestos a contemplar en directo, al aire libre, el excepcional espectáculo. El color plomo dominaba; con nubes grises y bajas, enmarañadas. Las aguas eran de un azul verdoso muy profundo, casi negras, agitadas por olas de penachos blancos dispersados por los vientos. El ritmo amplio y poderoso del oleaje desprendía una sensación formidable de descomunal potencia, meciendo la enorme mole del barco cual frágil esquife de juguete. De vez en cuando, con las primeras luces del alba, se percibían los saltos de algún delfín austral. Pero no consiguieron ver ninguna ballena sei, o rorcual boreal, abundantes por estas latitudes.

El Zaandam penetró en el estrecho dejando a su derecha el cabo de las Once Mil Vírgenes y la Punta Dungeness, extremos meridionales de la Patagonia, y a su izquierda el colosal Cabo Espíritu Santo, límite norte de la gran isla de Tierra del Fuego. La totalidad del estrecho y sus márgenes son chilenos. Y cortan, como una cuchillada, la continuidad del territorio argentino. Su extensión es de 560 kilómetros. En él se mezclan, a menudo con furia, las aguas de los océanos Pacífico y Atlántico.

Franqueada la boca, el navío siguió su travesía hacia el oeste, venciendo una fuerte corriente opuesta, pasando por una suerte de ancho lago formado por las bahías Posesión y Lomas en medio de un paisaje rocoso, gris, limado por los glaciares, sin casi arboleda y muy ventoso. Con el sol ya bien alto pero ocultado por nubarrones, llegaron a la Primera Angostura, un sobrecogedor cañón que no tiene más de dos millas náuticas (3,2 kilómetros) de ancho. A simple vista, los viajeros podían distinguir, entre las barrancas, algunos detalles del paisaje austral: hierbas altas, matorrales filandrosos tapizando los peñascos, arbustos de pardos colores y, deformados e inclinados hacia el Este por la eterna caricia de los vientos, algunos árboles locales. Entre otros, el coihue magallánico y sobre todo el canelo que se distingue de los demás por la esbeltez de su tronco y sus grandes hojas de color verde claro brillante.

En este desfiladero, el Zaandam timoneaba con particular precaución para evitar las barcazas transbordadoras cargadas de los vehículos que hacen ruta de norte a sur, de la Patagonia a la Tierra del Fuego, o viceversa, y unen los dos extremos de una carretera cortada por la manga de mar. La cautela del capitán se justificaba; el Estrecho es zona de naufragios y uno de los mayores cementerios marinos del mundo. En sus fondos zaínos yacen centenares de embarcaciones desbaratadas por la furia de las tempestades.

Una vez traspasado este obstáculo, el barco penetró en un segundo gran saco de mar, más amplio, constituido por tres bahías, Santiago, Gregorio y Felipe. Excitados, pasmados, los pasajeros no cesaban de fotografiar y de filmar. Algunos se habían equipado con potentes prismáticos o teleobjetivos para observar más de cerca las gaviotas y otras aves como el albatros de ceja negra, el yunco de magallanes o algún solitario quebrantahuesos como el majestuoso cóndor andino. Además de las aves, también pudieron observar lobos marinos, delfines píos, y diversos invertebrados, entre los cuales la centolla patagónica que, a pesar de su repulsiva apariencia de enorme araña roja, ofrece una carne célebre por su gusto tan sabroso.

Mientras los turistas vivían en una burbuja de excitación, en el resto del planeta la pandemia de Covid-19 seguía propagándose y las autoridades de todos los países endurecían las medidas para proteger a la población... Esa misma mañana, antes de adentrarse en el Estrecho de Magallanes, el capitán holandés del Zaandam, Ane Jan Smit, había recibido un cable de Estados Unidos con una noticia demoledora: a partir de ese día 14 de marzo, todas las navieras con base en Florida suspendían sus viajes de cruceros.

“¿CUÁNTAS PERSONAS MÁS TENDRÁN QUE MORIR?”

El capitán no se sorprendió. Desde hacía varios días, él sabía que ya habían decidido parar todos sus viajes dos importantes compañías: la Viking Cruises y la Princess Cruises (esta última, propietaria de los infectados Diamond Princess y Grand Princess). Por otra parte, ante la multiplicación de los casos de contagio a bordo, y después de que los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) hubiesen emitido, el 8 de marzo, una recomendación a la ciudadanía de “evitar los cruceros”, el presidente Donald Trump había cambiado una vez más de opinión. Desde hacía días, su Gobierno le estaba ordenando a la industria que suspendiera los viajes... Las compañías accedieron a ello finalmente el 13. Y ahora llegaba la decisión federal.

El capitán del Zaandam estaba muy preocupado. No había cesado de recibir malas noticias a propósito de otros cruceros. Por ejemplo, el Coral Princess que había salido de Valparaíso (Chile) el 5 de marzo rumbo a Brasil, y con el que se había cruzado en el Atlántico sur, había reportado que llevaba más de una docena de casos de Coronavirus a bordo, y que dos personas ya habían fallecido...

Ane Jan Smit conocía también la trágica deambulación del buque Costa Luminosa, perteneciente a su mismo grupo Carnival. Ese navío había salido de Fort Lauderdale (Florida) también el 5 de marzo para visitar Puerto Rico y Antigua en el Caribe; y para luego cruzar el Atlántico y hacer escala en Canarias, Málaga, Barcelona, Marsella y Savona. Pero a los tres días de levar anclas, una pareja de ancianos italianos con síntomas de Coronavirus tuvo que ser bajada e ingresada en un hospital de Puerto Rico. La esposa fallecería una semana después... Ante esa situación, el Gobierno de Antigua no autorizó que la nave atracara en sus muelles, y además se conoció que, en su viaje anterior, el 24 de febrero, el Costa Luminosa ya había tenido un caso de infección por Covid-19 y había tenido que desembarcar en las islas Caymán a un pasajero que falleció... Seguramente para no perder tiempo, en el afán de enlazar con un nuevo viaje, por razones de lucro, el Costa Luminosa no había sido bien desinfectado... Después del nuevo caso de contagio de la pareja desembarcada en Puerto Rico, la empresa Carnival tenía que haber anulado el crucero y haber ordenado el regreso del navío a su puerto de la Florida. No lo hizo. En vez de eso, decidió que el barco infectado continuara su viaje a Europa...

Desde principios de febrero, el caso, ya citado, del Diamond Princess había demostrado la amenaza específica que representaba el Coronavirus en un barco. El SARS-CoV-2 se había transmitido y proliferado de un crucero a otro. Después de un primer viaje en el que se inició el contagio, la cantidad de infecciones en el viaje siguiente se había multiplicado. Por consiguiente, si una cosa quedó clara es que había que evitar a toda costa encontrarse atrapado en lo que ya se supo que era –contrariamente a lo que afirmaban las empresas y su publicidad– uno de los lugares más peligrosos del mundo durante una pandemia: un viaje de crucero.

Aunque a bordo del Costa Luminosa cada vez se infectaban más personas, la compañía tardó una semana en confinar a los viajeros en sus cabinas y equipar a la tripulación con mascarillas y guantes. Treinta y seis cruceristas finalmente enfermaron. Por lo menos un tripulante y cuatro pasajeros murieron. El hijo de uno de los fallecidos, Kevin Sheehan, denunció la actitud de la naviera: “Si las autoridades del buque les hubieran dicho a todos los pasajeros lo que estaba ocurriendo, mi padre [Tom Sheenan, 69 años] y su compañera se habrían bajado en Puerto Rico, y hubieran regresado a casa. Pero no les dijeron nada, y ambos permanecieron en el barco...”.

Otros dos viajeros del Costa Luminosa –Emilio Hernández, de 51 años, y su esposa Bárbara, de 46, que también se infectaron a bordo, fueron hospitalizados y se curaron–, fueron igualmente muy críticos con las navieras: “Si los cruceros no aprenden ahora, ¿cuántas personas más tendrán que morir? –declararon–. Las compañías deben hacerse responsables de lo que les han hecho a sus pasajeros y a sus tripulaciones. Ellas decidieron que sus intereses eran más importantes que nuestra salud y que la salud de todos los pasajeros. Esa decisión le ha costado la vida a varias personas...”. Por lo menos un pasajero del Costa Luminosa, llamado Paul Turner, decidió dar continuidad a estos reproches y demandó ante los tribunales, el 7 de abril pasado, a la empresa Costa Cruise Lines por “haber sometido a dos mil pasajeros al peligro de contagio por Coronavirus, y expuesto a los viajeros al riesgo de consecuencias físicas y a la muerte”.

El capitán Ane Jan Smit volvió a concentrarse en el pilotaje del Zaandam que, con cielo gris y entre ráfagas de vendavales, llegaba a la Segunda Angostura del Estrecho de Magallanes, más ancha que la precedente pero no menos escalofriante. El buque surcaba una imaginaria línea mediana, dejando a estribor la ensenada Susana y a babor el rocoso y despejado cabo San Vicente. Con el viento de frente, el Zaandam viró y serpenteó para mantenerse equidistante de las peligrosas orillas. Después de pasar ante el diminuto islote Marta y su colonia de lobos marinos, y de rebasar también la pequeña y pelada isla Magdalena con sus miles de pingüinos de magallanes y su famoso faro, la nao entró en el gran lago central del estrecho, avizorando ya en la lejanía el puerto chileno de Punta Arenas, su nueva escala.

“EL VIAJE SE DETIENE AQUÍ...”

A las dos de la tarde del 14 de marzo, el Zaandam atracó en el ‘muelle Mardones’, no lejos de la zona franca. Los pasajeros desembarcaron en tropel. Era un sábado y la ciudad estaba bien animada. Punta Arenas tuvo su época de oro a finales del siglo XIX gracias al tráfico internacional interoceánico que forzosamente pasaba entonces por el Estrecho de Magallanes o por el peligroso paso de Drake, al sur de Cabo de Hornos. Migrantes de todo el mundo acudían en esos tiempos a instalarse en esta cosmopolita localidad. Todo se acabó en 1914, cuando se inauguró el Canal de Panamá y se marchitó para siempre la vieja ruta magallánica de los cargueros que unían ambos océanos. Ahora, la ciudad vive esencialmente del turismo y de los numerosos cruceros que la visitan durante el corto verano austral.

Varios ‘zaandamnautas’ se habían encaminado hacia una de las principales curiosidades del lugar, el ‘Mirador Cerro de la Cruz’ desde donde pudieron gozar de una fascinante vista panorámica del Estrecho, llegando a divisar a lo lejos la Tierra del Fuego, el área sur de la península de Brunswick y, en frente, el majestuoso Monte Sarmiento recubierto, como escribió Darwin, por “inmensos amontonamientos de nieve que jamás se derrite y que parece destinada a durar tanto como dure el mundo”. Como caía la tarde, algunos escudriñaban el cielo intentando percibir la Cruz del Sur o las famosas ‘nubes de Magallanes’ que “giran en derredor del polo antártico”. Asimismo admiraron, en una plaza del centro de la ciudad, el gran monumento al descubridor portugués. Todos quisieron tocar y hasta besar el pie de bronce –pulido y abrillantado por el excesivo manoseo– de la estatua de un indio patagón, en el pedestal. Según la tradición popular, quien lo hace está seguro de regresar al Estrecho de Magallanes, y trae buena suerte.

Esto último, en todo caso, no se cumplió. Cuando retornaron a bordo, les esperaba una mala noticia: el capitán les notificó que se estaban cerrando las fronteras y que los cruceros por todo el mundo debían terminar... Los viajeros quedaron noqueados. Como si, en pleno sueño celestial, los hubieran despertado con un chorro de agua helada... Habían salido con tiempo en calma, despreocupados, y como una tempestad de pleamar, surgida de improviso, las turbulencias les golpearon... Ane Jan Smit les repitió que, a causa de las ‘circunstancias internacionales’, y por decisión de la compañía Carnival y del Gobierno estadounidense, el viaje debía interrumpirse ya... También les anunció que zarparían de inmediato rumbo a Ushuaia (Argentina), y que prepararan sus maletas porque, al día siguiente, dejarían el buque para dirigirse al aeropuerto desde donde regresarían a sus respectivos países. Debían volver a casa. El ‘viaje de sus sueños’ se detenía aquí.

Pero todo no iba a resultar tan sencillo... Como dice un viejo proverbio marinero: de lo único que se está seguro en el mar, es que nada es seguro. Un pasajero y músico escocés, Ian Rae, 73 años, recuerda muy bien el momento en que todo cambió: “Aquel 14 de marzo, levamos anclas en dirección de Ushuaia. Pero en el camino, el capitán fue informado de que Argentina acababa de cerrar sus fronteras en plena noche, a las 2h30... Así que dimos media vuelta y regresamos a Punta Arenas justo en el momento en que Chile también cerraba sus fronteras...”.

Efectivamente, cuando el Zaandam singlaba ya a toda máquina por el Canal Cockburn para enfilar por poniente el Canal Beagle a orillas del cual se encuentra Ushuaia, la “ciudad más austral del mundo”, en ese preciso momento, en Argentina, la ministra de Salud de Tierra del Fuego, apoyándose en el Decreto Nacional de Emergencia Sanitaria proclamado el 13 de marzo por el presidente Alberto Fernández, anunciaba que se suspendía el “desembarco de pasajeros provenientes de países de riesgo que lleguen a Ushuaia”. Incluidos los de nacionalidad argentina que eran una quincena en el barco... pues se rechazaba “el amarre del Zaandam que seguirá de largo su viaje...”. Como lo expresaron más tarde otros viajeros en esa misma situación, los cruceristas argentinos debieron pensar, con disgusto, que “era descorazonador que nuestro propio país no nos quisiera”...

Por su parte, mediante su cuenta de Twitter, el ministro chileno de Salud anunciaba lo siguiente: “Hemos decidido prohibir la recalada de cruceros en todo puerto chileno a partir de las 08.00 de la mañana del domingo 15 de marzo”.

Esas dos decisiones, casi simultáneas, iban a sentenciar el trágico destino del barco. Aunque quedaba todavía una pequeña posibilidad: retornar a Punta Arenas antes de la ocho de la mañana. El capitán holandés no lo dudó, ordenó a sus oficiales que dieran media vuelta y forzasen los dos poderosos motores sincronizados de propulsión diésel-eléctrica. En el corazón de las tinieblas, guiándose por radar y por los faros costeros, virando y zigzagueando entre fiordos, islas y canales laberínticos de aquel helado archipiélago del fin de mundo, el Zaandam consiguió regresar a la ciudad del estrecho cuando despuntaba el alba. Pero la suerte decididamente no estaba con él, ni con sus pasajeros.

Llegados anteriormente, otros dos cruceros, el Stella Australis y el Ventus Australis, ya estaban los primeros en la cola también para atracar... Las autoridades les informaron a todos que estudiarían las demandas de desembarque de cada buque de manera independiente. Además, la alarma había cundido entre los habitantes de la pequeña ciudad. La atmósfera ya no era tan acogedora como la víspera. En plena psicosis colectiva de pánico pandémico, la perspectiva de ver desembarcar de pronto a varios miles de viajeros, algunos de ellos procedentes de países muy infectados, preocupaba, asustaba. En este país que acababa de conocer una fuerte agitación social, la protesta se organizó inmediatamente mediante las redes sociales. Surgidos en un santiamén de todas partes, los manifestantes ocuparon el muelle de cruceros para impedir un eventual desembarco. Aunque casi todos ellos vivían directa o indirectamente del turismo, pero ahora el miedo a enfermar era más fuerte que todo. También bloquearon la carretera de acceso al puerto con sus vehículos. Sin ningún atisbo de solidaridad humanitaria, agitaban pancartas con mensajes exigiendo que se fueran los turistas. Tocaban bocinas y hasta apuntaron a las ventanillas de los camarotes con sus punzones de rayos láser...

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