Ignacio Ramonet,
Le Monde Diplomatique.
[Otra entrega extensa de Ramonet, desde hoy expuesta a ustedes en varias partes, nos acerca “a quema ropa” a la maligna naturaleza del capitalismo, capaz de acabar con sus fundamentos más esenciales e imprescindibles: la naturaleza y el ser humano (Marx dixit). Total, lo importante son las ganancias del empresario y, de forma simultánea, la actuación de una corporatocracia estadal cuya única misión, por ahora, es salvaguardar los intereses de aquel. ¿Alguien desea un viaje en crucero? Por favor, deje el atore y lea primero antes de responder, no vaya a ser... (Ndecc)].
En este nuevo texto transgénero (se trata de un relato-ensayo-investigación), Ignacio Ramonet analiza y documenta el drama de los miles de turistas sorprendidos, en total inconsciencia, a bordo de lujosos barcos de cruceros, por la violenta tempestad del nuevo Coronavirus... Ramonet reconstruye en particular el periplo completo del Zaandam, una embarcación que zarpó de Buenos Aires el 7 de marzo pasado con 1.250 viajeros para visitar el Estrecho de Magallanes y el Cabo de Hornos, y que se convirtió en un auténtico "navío fantasma" errando por los mares, con un virus asesino a bordo, con decenas de pasajeros infectados, y rechazado por todos los puertos de América del Sur.
Para el autor, los cruceros no son aquí más que un pretexto, en tanto que modelos reducidos de nuestras sociedades, para revelar algunos crímenes ocultos del neoliberalismo que la pandemia, como una suerte de luminol de la policía forense, nos ha permitido sacar a la luz.
Varias publicaciones han decidido asociarse en esta ocasión para difundir simultáneamente este nuevo relato-investigación de Ignacio Ramonet. Estos medios son: Le Monde Diplomatique en español (España), Le Monde Diplomatique edición Cono Sur El Dipló (Buenos Aires), Le Monde Diplomatique edición chilena (Santiago de Chile), NODAL y Mémoire des luttes (Francia).
"Salieron a navegar. Descubriendo rincones admirables, turbadores, encontraron, aterrados, muerte ominosa". Igor Radowsky.
![]() |
| El Zanndam, una "joyita" más del capitalismo. |
Pequeñas ciudades flotantes, los cruceros son un modelo reducido, una maqueta, de nuestras sociedades.
Con sus jerarquías de poder, sus distinciones sociales, sus injusticias, sus sueños y sus veleidades. No es casualidad si la palabra ‘gobernar’, eminentemente política, viene del latín ‘gubernare’ que significa ‘pilotar un barco’, acción que realiza el timonel, en latín ‘gubernator’... Ni es casualidad que uno de los primeros grandes relatos de la cultura occidental, la Odisea de Homero, cuente el periplo de un navío.
La nave y el mundo –o los mundos– que lleva dentro constituyen una metáfora frecuente en el imaginario de la creación artística. No es casualidad. Esa metáfora nos dice algo de nuestra realidad, y sobre todo de nuestro destino. Dos ejemplos. En Titanic (1997), James Cameron realiza claramente una alegoría del capitalismo industrial de principios del siglo XX, con sus clases sociales, su alienación, sus ambiciones. Y en su genial E la nave va (1983), Federico Fellini mete en una embarcación ficticia a todo el mundillo de la belle époque, lleno de formalismos burgueses pero vacío de humanismo. Ambas películas evocan una sociedad que desaparecerá para siempre en el naufragio de las violencias de la primera guerra mundial...
¿Desaparecerá la nuestra, barrida hoy con tanta ferocidad por la tempestad de Covid-19? Quizá el análisis de lo ocurrido durante estos dos últimos meses a bordo de los cruceros, nos aporte el esbozo de una respuesta... Hay algo en la suerte –o la mala suerte– de los cruceros, sus pasajeros y sus tripulantes, sorprendidos en pleno viaje de deleite por el huracán pandémico, que nos interroga y nos fascina. ¿Por qué, si no fuera así, todos los grandes medios internacionales han consagrado una cobertura tan constante a ese tema y mostrado una semejante fascinación por el repentino infortunio de esos barcos?
Cualquier crucero se puede ver como un reflejo o un espejo de nuestra propia sociedad. En donde se perciben mejor, como por un efecto de lupa, todas sus distorsiones. El crucero es la realización de la idea, básica en el neoliberalismo, de que “el mundo es un espectáculo”. Arquitectónicamente ese tipo de buque está concebido como un teatro al revés, un teatro al que se le hubiera dado la vuelta como un guante. En un teatro, todos los balcones dan hacia el interior, porque la escena está dentro; los espectadores se hallan en la oscuridad, lo único iluminado es el escenario. En un crucero es al contrario, todos los balcones del barco dan al exterior; la escena (el mar, las montañas, los animales) está, por definición, afuera, iluminado siempre, por el sol, la luna, las estrellas o los relámpagos...
Hay de todo a bordo de un crucero, como en la vida. Menos –y es muy significativo–, la naturaleza... No hay árboles, ni bosques, ni ríos, ni cascadas, ni animales silvestres como no los hay en nuestros apartamentos... Todo lo natural está fuera. Todo lo cultural está dentro. No se mezclan. Pero se interpenetran. Porque el crucero es eso precisamente, una suerte de isla mecánica que penetra flotando (como flota una nave espacial) en el ecosistema planetario. Nos cobija en su vientre interior, nos protege del peligro exterior, y está rodeada de naturaleza por todas partes.
Una naturaleza que los cruceros paradójicamente están contribuyendo a degradar. Como lo denuncian las organizaciones ecologistas, casi todos estos gigantescos buques son propulsados por motores diésel-eléctricos que consumen millones de litros de un fuel muy pesado, un petróleo casi bruto, muy barato, nefasto para la calidad del aire porque emiten toneladas de un cóctel excesivamente tóxico, constituido por tres venenos: óxido de azufre (SO3), óxido de nitrógeno (NO) y partículas finas que penetran profundamente en el sistema respiratorio humano... Los viajeros de cruceros creen respirar aire puro cuando se hallan en cubierta, en realidad se ha calculado que, aunque se encuentren en el mar, inhalan a veces un aire más viciado que el de las ciudades más contaminadas del mundo como Shanghái o Nueva Delhi... Pero el éxtasis del viaje diluye a menudo la conciencia ecológica.
Igual que la publicidad o que cualquier otra propaganda silenciosa, en nuestras sociedades del espectáculo, el crucero crea la ilusión de la desmaterialización del mundo, lo ficcionaliza, lo 'relata’, lo ‘des-salvajiza’... A base de artefactos y de seducciones, pretende crear la idea de un travelling invertido, como si el viajero estuviera inmóvil en su butaca, y que fuera el mundo el que desfilase ante sus ojos... Es la alienación turística por excelencia. Todo eso con la misma seguridad y bienestar que si el pasajero se hallase en el salón de su casa viendo un documental de National Geographic y sirviéndose una copa de vino. Evidentemente, en esa suerte de confort protector, de somnolencia hipnótica que crea el crucero, cualquier irrupción de la realidad cruda, sobre todo si supone miedo, sufrimiento y muerte, tiene el mismo efecto letal que el iceberg chocando contra el Titanic... Es lo que le pasó al Zaandam.
En el dispositivo escénico de un crucero no debe haber conflictos. Un crucero no está hecho para sufrir, sino para deleitar. Todo está lubrificado de tal modo que el pasajero debe tener la impresión de estar viviendo en un mundo de la felicidad constante... Pero no resulta tan fácil evacuar los conflictos. En un crucero, la oposición de clases –como en cualquier ciudad estructurada por el mercado– se percibe principalmente en la disposición espacial. A cada espacio, su clase. La estratificación se produce mediante un corte vertical de caricatura: arriba los ricos con sus apartamentos dotados de balcón. Debajo, la clase media con camarotes provistos de ventanillas. Y debajo de la línea de flotación, los trabajadores peor pagados, casi todos procedentes de países del Sur (Filipinas, Sri-Lanka, Indonesia) realizando las tareas más penosas (limpieza, lavandería, mantenimiento). Existe también una gradación horizontal, de afuera para adentro, del casco al motor, de la piel a las vísceras: los más ricos gozando de vista al exterior, los viajeros con menos recursos en cabinas interiores sin vista, sin luz natural, sin aire puro...
También hay una estratificación en profundidad, o sea, de adelante para atrás. De proa a popa. En la parte de proa, y escalonándose de arriba abajo, los salones y los restaurantes más exclusivos, más caros. Con precios y prestaciones que se van reduciendo a medida que se desciende de nivel. En estos espacios, los trabajadores del barco están (un poco) mejor pagados, constituyen una suerte de precariado laboral por oposición a los intocables del ‘proletariado’ repudiado, dedicado a los trabajos sucios.
También, como en cualquier sociedad neoliberal, en un crucero hay un poder aparente, el del capitán y sus oficiales, y un poder real, el de los gerentes de la empresa propietaria que lo deciden todo desde las sedes.
Pero, en última instancia, invisible, por encima de éste, en nuestra era del capital financiero, está el poder de los accionistas, o sea, de los fondos de inversiones o de “fondos buitres” que son los verdaderos propietarios del capital de las navieras. Ellos son los que reclaman que la rentabilidad de la compañía resulte cada año mayor que la del año anterior. A cualquier precio. Ellos son los que aguijonean sin piedad a los empresarios para que reduzcan los gastos, aprieten la explotación, incrementen los beneficios. Por eso, a principios de marzo pasado, los barcos siguieron saliendo a la mar cuando ya era muy temerario hacerlo con la epidemia desatada por el mundo. Lo exigían los accionistas. Lo ordenaban los empresarios.
Lo ejecutaron los capitanes de los navíos. Y lo pagaron con sus vidas los tripulantes y los viajeros ...
LA TORMENTA PERFECTA
Como se sabe, el Coronavirus causante de la Covid-19 surgió en China en diciembre de 2019 y en pocas semanas se propagó por el planeta. Aunque, en principio, el nuevo germen no hacía distinciones de clase e infectaba a todos, sin embargo, precisamente por su condición social, las personas más pobres y más excluidas –tanto en Singapur, como en Estados Unidos, en Ecuador o en Brasil– no pudieron evitar que el choque pandémico las golpeara con especial saña.
En contraste con esa realidad, muchas personas acomodadas pensaron que su fortuna y sus recursos les permitirían esquivar el Coronavirus, y –¿por qué no?– hasta divertirse un buen momento a bordo de un crucero mientras el común de los mortales soportaba en tierra firme las amenazas de contagio, la reclusión en cuarentena y el peligro de una caótica hospitalización.
Consciente o inconscientemente, estos burgueses recordaban quizá a aquellos miembros de la alta sociedad de Florencia que, en 1348, huyendo de la peste bubónica –como lo cuenta Boccaccio en su célebre Decamerón (1353)– se alejaron de la ciudad infestada poniendo rumbo hacia una opulenta villa aislada en la cima de una colina, en medio de un océano saludable de prados, jardines y flores. ¿Cómo escapar de la plaga sin renunciar a los placeres ? Tal era el dilema que, hace casi siete siglos, habían conseguido resolver con finura los siete héroes y heroínas de Boccaccio. ¿Por qué no podrían solventarlo los potentados de nuestro tiempo?
La salvación estaba al alcance de una tarjeta de crédito: se evadirían en un crucero. Esos burgueses contaban con la complicidad objetiva de las empresas de cruceros las cuales, a pesar de las repetidas advertencias, se negaban a suspender los viajes. La codicia de éstos y la inconsciencia de aquellos iban a constituir los detonantes de una tormenta perfecta.
Completaban el panorama los cantos de sirena de la publicidad. ¿Te asusta el avance del nuevo Coronavirus? “¡Viajar en un crucero puede ser bueno para tu salud!”. ¿Deseas relajarte, olvidar las preocupaciones, mantenerte en forma en cuerpo y alma? “Las vacaciones en crucero ofrecen una amplia variedad de beneficios...”. ¿Te inquieta que, una vez a bordo, la seguridad sanitaria no sea muy exigente? “La seguridad a bordo es la mayor preocupación para las navieras. Desde mantener un ambiente seguro en sus barcos, a controles alimenticios y médicos. Todo está supervisado para evitar riesgos”. ¿Temes por tu vida si te contagias y enfermas? “Este es el mejor crucero que deberías hacer... antes de morir”.
Así fue como, para quienes deseaban zafarse de los peligros de la nueva peste sin sacrificar la comodidad de una vida de lujo, las naves de cruceros aparecieron como salvadoras islas flotantes... No fueron pocos los pudientes del mundo que eligieron esa vía de escape... ¿Tenemos una idea de cuántos eran? Sí. El 11 de marzo, cuando la Covid-19 fue oficialmente declarada ‘pandemia’ por la Organización Mundial de la Salud (OMS), embarcados en unos trescientos navíos, se hallaban viajando no menos de 550.000 pasajeros...
¿UN LUGAR SEGURO?
Las grandes líneas de cruceros –y en particular las cuatro mayores del mundo: Carnival Corporation, Royal Caribbean Cruises Ltd, Norwegian Cruise Line Holdings y MSC Cruises–, se habían esforzado por restarle gravedad a la crisis sanitaria. Mantuvieron los cruceros programados, aunque diversas autoridades de salud pública habían lanzado serias alertas, y a pesar de que varios contagios importantes se habían producido ya en diversas naves. Todos los gerentes seguían disimulando la envergadura de las amenazas.
Arnold W. Donald, presidente de Carnival Corp, por ejemplo, tuvo la osadía de sostener que “muy pocos barcos” se habían visto afectados por el nuevo Coronavirus..., y que los viajeros corrían “mucho menos peligro en un crucero que en cualquier otro lugar. Porque tenemos estándares realmente altos para hacer frente a cualquier tipo de riesgo para la salud. Dos contraverdades. Ni eran pocos los buques contagiados, ni un crucero es un lugar sin riesgo. Al contrario.
En cuanto a la seguridad sanitaria a bordo, era bien sabido que no presentaba altas garantías. Hasta tal punto que muchos científicos, en este contexto de pandemia, desaconsejaban formalmente los cruceros a las personas frágiles. Podemos citar al Dr. Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Enfermedades Infecciosas de Estados Unidos, quien no paraba de repetir que “las personas mayores y con condiciones de salud frágiles, sencillamente deben evitar subirse a un crucero”. También la Dra. Theresa Tam, directora de salud pública de Canadá, insistía: “En los cruceros, el virus puede propagarse rápidamente, debido al estrecho contacto entre los pasajeros”. Y lo confirmaba el profesor Don Milton, epidemiólogo de la Universidad de Maryland: “A bordo de un crucero, los pasajeros son más vulnerables a las enfermedades infecciosas porque, además de la convivencia en espacios estrechos y cerrados, está el problema del aire recirculado por el sistema de ventilación... Eso favorece la propagación del virus. Asimismo, en caso de contagio, los barcos no están diseñados como instalaciones de cuarentena. Encerrando a las personas en sus camarotes, se amplifica la infección...”.
En efecto, los sitios cerrados y la alta densidad de población constituyen un ecosistema propicio, el virus puede pasar fácilmente de un ser humano a otro. Ocurre lo mismo en los buques de guerra que transportan numeroso personal militar. Los medios han dado a conocer algunos ejemplos espectaculares como el del portaaeronaves nuclear estadounidense USS Theodore Roosevelt en el que un millar de los 4.800 hombres a bordo dieron positivo, en marzo pasado, por Coronavirus. Otro caso muy comentado ha sido el del portaaviones de la Armada francesa Charles de Gaulle en el que más de mil tripulantes se contagiaron de Covid-19, casi la mitad de los 2.300 integrantes del navío.
En los cruceros, los contagios son mucho más frecuentes. Por la intensidad de los intercambios de gérmenes y la transmisión de enfermedades, tales buques han sido comparados a unas flotantes “placas de Petri”, esos recipientes de laboratorio, transparentes y redondos, en los que se cultivan bacterias y diversos microorganismos. Es bien conocido, desde siempre, que los cruceros favorecen la transmisión de una enfermedad generalmente no mortal pero molesta como la gastroenteritis, causada por un norovirus que provoca náuseas, vómitos y diarreas, y se transmite fácilmente a través del agua, de alimentos contaminados, o tocando superficies infectadas. Contra ese riesgo, las navieras recomiendan lo siguiente: “La mejor manera de prevenir enfermedades es lavándose las manos frecuentemente con agua y jabón. Lávese las manos antes de comer y después de ir al baño, de cambiar pañales o de tocar cosas que manipularon otras personas, como los pasamanos. También es una buena idea evitar tocarse la cara. En caso de que no haya disponible agua ni jabón, puede usar un gel antiséptico para manos con al menos 60% de alcohol”. ¿Le suena familiar este consejo? Pues no es de ahora. Es lo que las autoridades sanitarias ya aconsejaban a todos los candidatos a viajar en cruceros hace más de cinco años...
“En los cruceros –ratifica la Dra. Sanjaya Senanayake, especialista en enfermedades infecciosas de la Universidad Nacional de Australia, en Canberra– hay un mayor riesgo de enfermedades respiratorias y gastrointestinales. Pasajeros y tripulantes, venidos de diversas partes del mundo, se mezclan íntima e intensamente por un corto período de tiempo. Comparten espacios como piscinas, spas, jacuzzis, restaurantes, bares y auditorios. Cada uno posee un nivel diferente de inmunidad, y eso genera un caldo de cultivo fértil para un brote de infección. Si, por ejemplo, alguien estornuda sobre una mesa, y otra persona toca esa mesa, el contagio es casi seguro".
La prueba de que era peligroso es que, desde enero, en diversos mares del planeta y en varias naves ya se habían producido serias alarmas por contagios de Coronavirus. Por ejemplo, el 30 de enero, cerca de Roma (Italia), en un muelle de Civitavecchia, a bordo del Costa Smeralda –el buque almirante de la empresa Costa Cruceros–, unas 7.000 personas, de las cuales 6.000 pasajeros, se hallaban confinadas por dos casos sospechosos (una pareja china) que presentaban ‘síntomas gripales’ con tos y alta fiebre.
También a finales de enero, el buque World Dream, matriculado con bandera en Bahamas y operado por la compañía Dream Cruises, no había podido dejar desembarcar a sus pasajeros en su escala de Manila (Filipinas) por las protestas violentas de los habitantes locales temerosos del virus... Más tarde, se confirmaría que este barco llevaba un docena de personas infectadas a bordo y sería puesto en cuarentena en Hong Kong.
LA TRAGEDIA DEL DIAMOND PRINCESS
Pero la situación más grave había tenido lugar en un barco propiedad de Carnival Corp, el Diamond Princess, del que toda la prensa mundial hablaba. La nave había iniciado un crucero de dos semanas el 20 de enero, y finalmente había acabado en cuarentena en un muelle de Yokohama, Japón, con todos sus pasajeros encerrados en sus camarotes sin permiso de salir porque 712 personas de las 3.711 que viajaban a bordo habían contraído el Coronavirus. Diez de ellas habían muerto, convirtiendo este buque, en aquel momento, en el foco de infección más importante del mundo fuera de China. Todos los medios internacionales, repito, se habían hecho eco de este caso dramático. Los expertos incluso habían calificado de “fallo de salud pública” la decisión de las autoridades japonesas de inmovilizar el crucero e impedir la evacuación de los turistas porque, “al haber sido aislado, el barco se convirtió en una fábrica flotante de gérmenes”.
Todas estas evidencias debieron obligar a las autoridades internacionales, así como a las empresas navieras, a detener los cruceros de inmediato. Sin embargo, la Organización Mundial de la Salud (OMS), en otro de sus errores del comienzo de esta pandemia, emitió un comunicado el 17 de febrero en Ginebra, afirmando que no estimaba necesario suspender los cruceros: “Fuera de la provincia de Hubei, en el centro de China –declaró el Dr. Michael Ryan, director de las urgencias de la OMS– esta epidemia afecta a una muy pequeña parte de la población, entonces si tuviéramos que interrumpir todos los cruceros del mundo porque habría habido un contacto potencial con un posible agente patógeno ¿a dónde iríamos a parar?".
Por lo tanto, los viajes continuaron y los contagios se multiplicaron. No sólo entre los pasajeros. Éstos generalmente disponen, en las cubiertas, de áreas con amplios espacios abiertos en los que pueden tomar el sol y mantener distancias de seguridad. Por el contrario, los miembros de la tripulación, mal pagados y explotados, viven hacinados, trabajan codo con codo en espacios reducidos, en permanente contacto físico entre ellos, y disponen aproximadamente de un baño para cuatro personas... Están por ese motivo mucho más expuestos al contagio. Además de eso, al llegar al término del viaje, los pasajeros desembarcan, pero, por lo general, los tripulantes se quedan, no cambian, y enlazan con el viaje de crucero siguiente.
Si hay una infección en el seno de la tripulación, cuando llegan los nuevos pasajeros, el contagio se amplifica... El Dr. Martin Cetron, director de la División de Migración y Cuarentena Global, de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC), de Estados Unidos, describe el ecosistema de un crucero como “un entorno con desafíos únicos... Un sólo caso puede amplificarse, y convertirse rápidamente en un brote extremadamente nocivo. (...) En ese tipo de entorno, las oportunidades de extensión y de difusión son realmente desafiantes. En los barcos de crucero hay un riesgo mucho mayor de contraer infecciones que en los estadios, los complejos deportivos, los teatros o los restaurantes (...)”.
Más claro no podía ser. Las autoridades sanitarias estadounidenses, repito, no habían cesado de avisar sobre el peligro de contagiarse con el nuevo Coronavirus a bordo de un crucero. Y de recordar que la disciplina del distanciamiento físico y una real desinfección de los espacios son misiones muy difíciles y complicadas en las naves.
En esas circunstancias, reiteradas por todos los expertos en epidemias de crucero, y agravadas por el carácter extremadamente contagioso del nuevo Coronavirus, la decisión de los empresarios cruceristas de negarse a ver la realidad y de seguir navegando resultó altamente irresponsable. A decenas de tripulantes y de pasajeros, esa irresponsabilidad acabaría por costarles mucho sufrimiento y, en no pocos casos, hasta la vida. Se estima que el 20% de los cruceros acabaron teniendo Coronavirus a bordo. Unas 2.600 personas se infectaron, y sesenta y cinco de ellas perdieron la vida. En cuanto a las tripulaciones, su sacrificio fue muy alto: cerca de mil tripulantes se contagiaron; once de ellos fallecieron.
La única concesión que consintieron las compañías fue limitar, a partir del 9 de marzo, el acceso a bordo de los turistas que, en los precedentes quince días, habían visitado China, Macao, Hong Kong, Corea del Sur, Japón, Tailandia, Irán o Italia. Fuera de eso, el negocio no frenó. Y pudo seguir contando con el inesperado apoyo de la OMS que, el 27 de febrero, había vuelto a repetir que “desaconsejaba la aplicación de restricciones a los viajes”...
Washington también continuó brindándole todo su amparo. Tratando de ganar tiempo. Una actitud muy diferente a la del año anterior cuando, por pura ideología anticubana y sin importarle las pésimas consecuencias para las navieras y para la economía del sur de la Florida, el presidente Donald Trump había ordenado, de la noche a la mañana, la prohibición inmediata de todos los cruceros con escala en la isla de Cuba.
Esta vez, por contra, no dudó en enviar a su vicepresidente Mike Pence a Fort Lauderdale (Florida), a reunirse el sábado 7 de marzo en Port Everglades –uno de los puertos de cruceros más importantes del mundo–, con los dirigentes de las grandes compañías cruceristas preocupados por las reticencias de muchos viajeros a embarcarse en plena pandemia. Rodeado por los senadores republicanos ultraconservadores Marco Rubio y Rick Scott, Mike Pence se esforzó por transmitir confianza: “Los estadounidenses aprecian nuestra industria de cruceros que les aporta mucha alegría y mucho entretenimiento. Queremos garantizarle al pueblo americano que podrá seguir gozando de ese ocio. Las personas saludables deben saber que corren poco riesgo de enfermarse”.
En plena pandemia, los cruceros siguieron pues llenándose de pasajeros convencidos de que se refugiaban en un lugar seguro... Algunos confesaron más tarde que si las compañías les hubiesen informado de la cantidad de casos de infección en las naves, hubieran anulado o aplazado el viaje. A los más precavidos que decidieron anular su excursión, las compañías rechazaron restituirles el importe ya pagado. Para no perder el dinero, esos turistas tuvieron que resignarse a emprender el viaje programado, tratando de persuadirse, después de haber oído al vicepresidente Mike Pence, de que las empresas no mantendrían los viajes si no estuvieran convencidas de la solidez de sus medidas de seguridad: “Se trata de una gran compañía global –declaró, por ejemplo, Steve Hoffman, 48 años, vecino de Naples (Florida) que tomó el buque Carnival Sensation. No pondría en peligro a sus clientes. Creo que vamos a estar bien".
Desdichadamente, este crucerista se equivocaba. Y la idea de huir de la pandemia en un crucero, que parecía una avispada solución, iba pronto a tornarse en trágico error; para algunos, en trampa letal. La evasión se trocaría en reclusión. La salvación en maldición. Como sucede en las tragedias griegas: deseando huir de la fatalidad acontece que se tropieza con el funesto destino que precisamente se pretendía evitar...
“UN HOTEL FLOTANTE”
Es lo que les ocurrió a los viajeros que, en Buenos Aires, ese mismo 7 de marzo (día en que Mike Pence aseguraba que “no había gran riesgo”), embarcaron a bordo del MS Zaandam, un buque perteneciente a la naviera Holland America Line, ella misma filial de Carnival Corporation, el mayor crucerista del planeta.
Con espaciosas áreas públicas, grandes escalinatas y cubiertas de paseo en madera de teca, el Zaandam pertenece al segmento Premium, el más exclusivo, de tamaño mediano. Como dicen los folletos publicitarios, se trata de un “auténtico hotel flotante cuidadosamente diseñado, con elegantes salones y las más ultramodernas comodidades”. Adaptado para realizar ‘cruceros de excepción’, este lujoso navío “brinda un ambiente exclusivo a bordo”. Sin ser un ‘monstruo de los océanos’, está provisto de setecientos dieciséis camarotes “impecables y realmente confortables, con todas las comodidades: camas con edredones diseñados con esmero, armarios dobles y roperos suficientemente amplios para justificar el exceso de equipaje”. Un verdadero palacio marino dotado de veintinueve suites de lujo con terrazas privadas, ciento sesenta y ocho cabinas de lujo con balcón, catorce bares, cuatro restaurantes, varias piscinas, jacuzzis, casino, gimnasio, sala de cine, cancha de baloncesto, discoteca y un grandioso Greenhouse Spa (“¡Rejuvenézcase!”)... Su decoración interior está inspirada en la “música de los tiempos dorados”, con instrumentos musicales expuestos como objetos de arte por toda la nave. Entre ellos, el saxofón del ex-presidente Bill Clinton y, en los muros, guitarras autografiadas por estrellas internacionales como los Rolling Stones, David Bowie, Eric Clapton, Iggy Pop o Queen.
El precio, según el confort y las prestaciones, oscilaba entre 1.750 y 5.000 dólares por persona. Sumas considerables que los cruceristas habían pagado de buena gana no sólo porque, en momentos de pánico mundial sanitario, ofrecía como dijimos una ocasión de evadirse sino también porque el viaje de dos semanas parecía realmente excepcional.
Muchos de los pasajeros habían llegado a Buenos Aires en avión desde rincones lejanos del planeta para realizar esta travesía por las ‘extremidades de la Tierra’. Para no pocos, amantes de la naturaleza, era el ‘crucero de su vida’. Se trataba nada menos que de acercarse a las puertas de la Antártida, surcar algunos de los mares más salvajes, y descubrir el legendario Gran Sur... O sea, un “viaje inolvidable” por latitudes remotas, una “expedición al fin del mundo” no desprovista de “cierto perfume de aventura”... Aunque, en esta ocasión, como lo aseguraba la publicidad, en “condiciones máximas de confort”.
El periplo que proponía el elegante Zaandam pasaba, en efecto, por los confines patagónicos, con escalas en las islas Malvinas, Tierra del Fuego, estrecho de Magallanes, Punta Arenas, Ushuaia, Cabo de Hornos, Canal Sarmiento, Puerto Montt y San Antonio (cerca de Valparaíso) en Chile. La apetitosa promesa consistía en surcar durante dos semanas por parajes de ensueño, “con inauditas vistas sobre el mar, fiordos fuera de lo común, valles imponentes, y paisajes y parques naturales que le dejarán sin aliento por su excepcional belleza". ¿Qué más se podía pedir? (CONTINUARÁ...).

No hay comentarios.:
Publicar un comentario