Pierre Rimbert y Renaud Lambert,
En: Le Monde Diplomatique,
Abril de 2020.
Un virus que parecía abolir las fronteras –sociales y nacionales–, ha acabado
consolidándolas. ¿Quién se beneficiará de los llamamientos a la unidad proferidos
en plena lucha contra la epidemia?
El arte de la prestidigitación consiste en dirigir la atención del público para que no se dé cuenta de lo que tiene ante sus ojos. En el corazón de la epidemia de covid-19, el juego de manos adoptó la forma de una gráfica con dos curvas, difundida en las pantallas de todo el mundo. Como abscisa, el tiempo; como ordenada, el número de casos graves de la enfermedad. Una primera curva, en forma de pico agudo, muestra el impacto de la epidemia si no se hace nada: rompe la línea horizontal que indica la capacidad máxima de atención hospitalaria. La segunda curva representa una situación donde las medidas de confinamiento permiten limitar la propagación. Débilmente abombada, como el caparazón de una tortuga, se desliza bajo el umbral fatídico.
Exhibido desde Washington hasta París, pasando por Seúl, Roma o Dublín, el gráfico señala la urgencia: dilatar en el tiempo el ritmo del contagio para evitar la saturación de los servicios sanitarios. Cuando invitan a prestar atención a las dos ondulaciones, los periodistas eluden un elemento importante: esa discreta línea recta, en el medio del gráfico, que representa la cantidad de camas disponibles para atender los casos graves. Presentado como un dato caído del cielo, ese “umbral crítico” es resultado de decisiones políticas.
Si hay que “aplanar la curva” es porque, desde hace décadas, las políticas de austeridad han rebajado el listón al despojar a los servicios de salud de su capacidad asistencial. Por ejemplo, Francia disponía en 1980 de once camas de hospital (para el conjunto de los servicios) por cada mil habitantes. En la actualidad, no hay más que seis, las cuales, el pasado mes de septiembre, una ministra de Sanidad macronista propuso transferir al libre albedrío de los “bed managers” (“administradores de camas”), encargados de gestionar ese recurso escaso.
En Estados Unidos, de 7,9 camas por cada mil habitantes que se contabilizaban en 1970 se ha pasado a 2,8 en 2016. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), Italia contaba con 922 camas destinadas a los “casos graves” por cada 100.000 habitantes en 1980, frente a las 275 de las que dispone treinta años más tarde. En todas partes la consigna es reducir los costes. Los hospitales pasaron a funcionar como una fábrica de automóviles, con el método “justo a tiempo”. Resultado: el pasado 6 de marzo la Sociedad italiana de Anestesia, Analgesia, Reanimación y Terapia Intensiva (SIAARTI) comparaba el trabajo de los médicos del servicio de urgencias transalpino con la “medicina de catástrofes”. Y advirtió que, teniendo en cuenta “la falta de recursos”, “podría ser necesario establecer un triaje por edad para derivar a la unidad de cuidados intensivos”. “Medicina de guerra”: un término ahora en boga en las zonas más afectadas.
Así pues, la crisis del Coronavirus tiene que ver tanto con la peligrosidad de la enfermedad como con la degradación organizada del sistema sanitario. Los grandes medios de comunicación, esas eternas cámaras de eco del credo contable, eludieron examinar críticamente esas decisiones y en vez de eso invitaron a lectores y oyentes a un vertiginoso debate filosófico: ¿cómo decidir a quién salvar y a quién dejar morir?
Esta vez, sin embargo, será difícil ocultar la cuestión política detrás del dilema ético. Porque la epidemia de Covid-19 descubre, a la vista de todos, una organización económica todavía más aberrante de lo que se sospechaba. Mientras muchas compañías aéreas hacían volar a sus aviones sin pasaje para así poder conservar sus rutas y permisos de despegue y aterrizaje (slots), un investigador explicaba cómo la burocracia liberal había desalentado la investigación fundamental sobre los Coronavirus. Como si fuera necesario salir de lo cotidiano para apreciar su desajuste, Marshall Burke, profesor de Ciencia de los Ecosistemas en la Universidad de Stanford, señalaba esta paradoja: “La reducción de la contaminación atmosférica a consecuencia de la epidemia de Covid-19 en China seguramente ha salvado veinte veces el número de vidas que se han perdido a causa de la enfermedad. No se trata de llegar a la conclusión de que las pandemias son beneficiosas sino de medir hasta qué punto nuestros sistemas económicos son perjudiciales para la salud. Incluso en ausencia de coronavirus”.
El punto culminante de este viaje al absurdo no se encontraba ni en el riesgo de escasez de medicamentos a consecuencia de la deslocalización de las cadenas de producción, ni en la obstinación de los mercados financieros en penalizar a Italia cuando el Gobierno tomaba las primeras medidas sanitarias, sino puertas adentro de los hospitales. Instituida a mediados de los años 2000 en Francia, la “tarifa por la actividad” (T2A) calcula la financiación de los centros sanitarios en función del número de tratamientos médicos realizados, facturados cada uno como si estuviésemos en una tienda, más que en función de una planificación de las necesidades. De haber sido empleado durante la crisis en curso, este principio del cuidado como mercancía importado de Estados Unidos pronto habría asfixiado a los centros hospitalarios que recibían a los pacientes más afectados porque las formas críticas de Covid-19 exigen en primer lugar la aplicación de respiradores mecánicos, una técnica terapéutica costosa en tiempo, pero menos remunerativa en la estructura de precios que muchas de las pruebas pospuestas a causa de la epidemia...
Durante un tiempo, el microbio que está detrás de las medidas más severas de confinamiento nunca imaginadas en tiempos de paz pareció romper los marcos del espacio social: ¿acaso no se veían repentinamente sometidos a la misma amenaza un banquero de Wall Street y un trabajador chino? Pero después, el dinero ha recuperado sus derechos. Por una parte, los confinados en los chalets que teletrabajan con los pies en la piscina; por otra, los invisibles de lo cotidiano, personal sanitario, personal de limpieza, cajeras de supermercado y asalariados de la logística que, por una vez, salieron de la sombra por estar sometidos a un riesgo que los más favorecidos no se dignan a correr. Teletrabajadores enclaustrados en un apartamento exiguo donde resuenan los llantos de los niños; personas “sin techo” a quienes les gustaría poder quedarse en casa.
En su “Tipología de los comportamientos colectivos en tiempos de peste”, entre los siglos XIV y XVIII, el historiador conservador Jean Delumeau observa esta invariante: “Cuando aparece el peligro del contagio, primero se intenta no verlo”. El escritor alemán Heinrich Heine observa que, después del anuncio oficial de la epidemia de cólera en París, en 1832, “los parisinos se paseaban con tanta más jovialidad en los bulevares” cuanto que “había sol y un tiempo espléndido”. A continuación, los ricos huyen al campo. Más tarde, el Gobierno pone a la ciudad en cuarentena. Entonces, de pronto, explica Delumeau, “los marcos familiares son abolidos. La inseguridad no nace solamente de la presencia de la enfermedad sino también de una desestructuración de los elementos que construían el entorno cotidiano. Todo es distinto”. Los habitantes confinados de Wuhan, Roma, Madrid o París lo experimentan en una escala sin precedentes.
Las grandes pestes de la Edad Media y del Renacimiento fueron interpretadas a menudo como una señal de la llegada del Juicio Final, el de la furia de un Dios vengativo desencadenada en un mundo que llega a su fin. Entonces, cada cual se dirigía alternativamente al cielo para implorar la gracia y a la vecindad para señalar a los culpables: los judíos y las mujeres, a quienes buscan como chivos expiatorios en los animales con peste, de Jean de La Fontaine. En la Europa del siglo XXI, la epidemia de Covid-19 está golpeando a sociedades secularizadas pero que, desde la crisis financiera de 2008, se han visto afectadas en distinto grado por un sentimiento de “pérdida de control” ecológico, político, financiero, demográfico, migratorio, etcétera.
En esta atmósfera de “fin del mundo” donde se entremezclan imágenes de Notre-Dame de París en llamas y debates sobre la debacle venidera, las miradas se vuelven hacia el poder público: el Estado, fuente de agravamiento del problema por su obstinación en desmantelar el sistema sanitario y única instancia que, no obstante, es susceptible de ordenar y coordinar una respuesta a la epidemia. Pero, ¿hasta dónde debemos llegar? En el transcurso del mes de febrero, el confinamiento durante varias semanas de 56 millones de habitantes de Hubei, en China, así como el cierre forzoso de las fábricas o la llamada al orden de ciudadanos por medio de drones equipados con cámaras y megáfonos provocaron, en Europa, comentarios socarrones o circunspectos sobre la mano de hierro del Partido Comunista. “No se puede extraer ninguna lección de la experiencia china sobre la duración potencial de la epidemia –explicaba la revista francesa L’Express, el 5 de marzo–. Allí se ha ralentizado gracias a medidas drásticas de confinamiento, probablemente inaplicables en nuestras democracias”. Pero ¡ay! Frente a virus insensibles a la superioridad de “nuestros” valores, hay que decantarse por poner en primer plano la decisión centralizada y relegar a un segundo el liberalismo económico.
El director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, señaló que “es posible frenar la epidemia, pero únicamente sobre la base de un enfoque colectivo, coordinado y amplio, que involucre al conjunto de la maquinaria”. Colectivo, coordinación, Estado: lo opuesto al mercado. En pocos días, se les da la vuelta como a un guante a los marcos interpretativos del mundo social: “Todo es distinto”. Las nociones de soberanía, de frontera, de límite e incluso de gasto público, asociadas todas ellas desde hace medio siglo en el debate público al “nacional-populismo” o a Corea del Norte, aparecen de repente como la solución en un mundo hasta ahora regulado por el culto a los flujos y al rigor presupuestario.
Espoleada por el pánico, la vanguardia editocrática descubre, repentinamente, lo que se había empeñado en ignorar. “¿No se puede decir también que en el fondo esta crisis nos invita a repensar ámbitos enteros de la globalización, tales como nuestra dependencia de China, del libre comercio o de la aviación?”, se preguntaba en France Inter, el pasado 9 de marzo, [el periodista] Nicolas Demorand, en cuyos micrófonos se suceden desde hace años los “detractores” del proteccionismo, como Daniel Cohen [economista, profesor en el École d’Économie de París y consejero senior de la banca de inversión Lazard].
La lógica mercantil ha tenido que reconfigurar profundamente el raciocinio para que únicamente la irrupción de una pandemia mortal haya sido capaz de hacer audible al poder las verdades banales enunciadas desde hace décadas por el colectivo médico: “Sí, necesitamos disponer de una estructura hospitalaria pública que se haga cargo de tener camas disponibles de manera permanente –resumieron los médicos André Grimaldi, Anne Gervais Hasenknopf y Olivier Milleron–. La nueva Covid-19 ha tenido el mérito de recordarnos lo obvio: no pagamos a los bomberos simplemente para que vayan a apagar el fuego, queremos que estén presentes y dispuestos en su parque, incluso cuando no hacen más que sacarle lustre a su camión mientras esperan que suene la sirena”.
Prever aquello que ocurre sin previo aviso (un incendio, una enfermedad, un cataclismo, una crisis financiera): el capitalismo se perpetuó y renovó entre la crisis de 1929 y el final de la Segunda Guerra Mundial incorporando en sus instituciones –a menudo en contra de su voluntad– esta exigencia popular.
La planificación de lo imprevisto requiere romper con la racionalidad del mercado, que fija un precio en función de la oferta y la demanda, desprecia lo improbable y establece modelos de futuro mediante ecuaciones en las que las sociedades no cuentan para nada. Esa ceguera de la economía estándar, llevada a su más alto grado en los parqués bursátiles, llamó la atención al excorredor de Bolsa y estadista Nassim Nicholas Taleb. En un libro publicado unos meses antes de la crisis de 2008, señalaba en relación con los expertos en el mercado de futuros a corto plazo: “El problema con los expertos es que no tienen la menor idea de lo que ignoran”. Desdeñar lo imprevisto en un mundo marcado por la multiplicación de acontecimientos inesperados, los “cisnes negros”, resulta, a su juicio, absurdo. A finales de marzo de 2020, cualquiera que pudiera oír resonar en su ventana el silencio de la ciudad confinada podía meditar sobre la tozudez del Estado en despojarse a sí mismo no solo de las camas de las unidades de cuidados intensivos (UCI) sino también de sus instrumentos de planificación, ahora monopolizados por un puñado de multinacionales del sector del seguro y el reaseguro.
¿Puede invertir ese curso la ruptura provocada por la pandemia? Volver a encajar lo eventual y lo fortuito en la gestión de los asuntos públicos, ver más allá del análisis coste/beneficio, poner en marcha una planificación ecológica que implicaría socializar la mayoría de los servicios indispensables para la vida de las sociedades modernas, desde la limpieza hasta las redes digitales, pasando por la sanidad: un vuelco de tal magnitud como raramente ocurre en tiempos normales. Una mirada de historiador sugiere que los cambios de régimen, de trayectoria, de manera de pensar la vida colectiva y la igualdad permanecen fuera de alcance de las deliberaciones políticas corrientes. “En todas las épocas –escribe el historiador austríaco Walter Scheidel, profesor en Stanford–, los más importantes replanteamientos se produjeron tras los impactos más severos. Así, cuatro tipos de rupturas violentas lograron reducir las desigualdades: la guerra cuando implica una movilización masiva, las revoluciones, las quiebras de los Estados y las pandemias mortíferas”. ¿Estaríamos, pues, en una de ellas?
Por otra parte, en el curso de su historia el sistema económico ha mostrado una extraordinaria capacidad de absorber los impactos cada vez más frecuentes que provoca su irracionalidad. De tal modo que las sacudidas más brutales resultan, generalmente, provechosas para los garantes del statu quo que se apoyan en la estupefacción para extender el control del mercado. Este capitalismo del desastre, desmenuzado poco antes de la gran depresión de 2008 por Naomi Klein, se burla del agotamiento de los recursos naturales y de las instituciones de protección social susceptibles de amortiguar las crisis. En un arrebato de optimismo, la ensayista canadiense observaba: “No siempre reaccionamos a las conmociones retrocediendo. En el contexto de una crisis, a veces crecemos... deprisa”.
Fue una impresión de este tipo la que quiso transmitir el presidente francés Emmanuel Macron al expresar, el 12 de marzo de 2020, su voluntad de “poner en cuestión el modelo de desarrollo en el que el mundo lleva metido desde hace décadas y que deja ver a la luz del día sus fallos; preguntarnos sobre las debilidades de nuestras democracias. Lo que ha revelado ya esta pandemia es que la sanidad universal, independientemente de los ingresos, los antecedentes o la profesión y nuestro Estado del Bienestar, no son costes o cargas sino bienes preciados, activos indispensables cuando golpea el destino. Lo que ha desvelado esta pandemia es que hay bienes y servicios que deben ser puestos fuera de las leyes del mercado. Delegar nuestra alimentación, nuestra protección, nuestra capacidad de cuidar nuestras condiciones de vida en otros es, en el fondo, una locura. Debemos recuperar el control”. Tres días después aplazaba una reforma de las jubilaciones y otra de las prestaciones por desempleo, para más tarde decretar la puesta en marcha de medidas consideradas hasta ahora imposibles: limitación de los despidos y abandono de todo corsé presupuestario. Las circunstancias acentuaron por sí mismas esta reconsideración: con el hundimiento de las cotizaciones bursátiles, la obsesión del presidente francés de orientar el ahorro y las jubilaciones de los asalariados superiores hacia los mercados de acciones se presenta como una genialidad visionaria. Sin embargo, suspender la legislación laboral, restringir las libertades públicas, financiar a las empresas a espuertas y sustraerlas de las cotizaciones sociales sobre las cuales descansa el sistema de salud no va en la dirección de una ruptura radical con las políticas precedentes. Esta transferencia masiva de dinero público hacia el sector privado recuerda el rescate de la banca por el Estado en 2008. La cuenta adoptó la forma de la austeridad impuesta a los asalariados y a los servicios públicos.
¿Menos camas? Claro: había que rescatar a los bancos.
Por eso la epifanía del jefe del Estado francés evoca a la que golpeó a Nicolas Sarkozy un día de septiembre de 2008, poco después del hundimiento de Lehman Brothers. Ante unos seguidores que no salían de su asombro, el entonces presidente de la República francesa anunció solemnemente: “Con el fin de un capitalismo financiero que había impuesto su lógica a toda la economía y había contribuido a su perversión, culmina cierta idea de la globalización. [...] La idea de que los mercados siempre tienen razón era una locura de idea”. Algo que no le impidió, una vez pasada la tormenta, retomar el camino de la locura habitual.
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