Clodovaldo Hernández,
laiguana.tv, 11-4-20.
[Sí, "fin de mundo". Se trata de una jugada prevista por muy pocos analistas. El pragmático Trump hace lo que puede (y debe) para recuperarse de una táctica lanzada por él mismo, la cual se regresó y le pegó duro en el rostro. Hay que rescatar, como sea, la antiecológica práctica del fracking para sostener el financiamiento de campañas, elecciones y mucho más. Ndecc]
El año 2020, que apenas sobrepasa los 100 días, no para de dar sorpresas, sobre todo para quienes intentan seguir mirando al mundo bajo los esquemas del siglo XX. Ahora, en el contexto de una pandemia planetaria y de su ya feroz crisis económica asociada, estamos observando cómo la Organización de Países Exportadores de Petróleo, en su modalidad plus (vale decir, con el agregado de Rusia y también de México) entabla un acuerdo ¡con Estados Unidos para recortar la producción y elevar los precios!
La ruptura de paradigmas es brutal, en particular si se recuerda la rivalidad histórica de la OPEP con EEUU, nación que siempre procuró pagar los precios más bajos posibles por el commodity por excelencia del sector de la energía. ¡Fin de mundo!, bien podrían exclamar los abuelos.
Han pasado más de 35 años desde que el cowboy Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos, prometió poner de rodillas a la OPEP, como parte de su ideario neoliberal que daba pininos en un mundo donde aún existía el contrapeso del bloque socialista encabezado por la Unión Soviética.
La Guerra Fría estaba (aunque en ese momento no se tenía certeza de ello) en su fase final y la victoria de Reagan sobre la OPEP, que efectivamente quedó de rodillas, tuvo su influencia determinante en el resultado a favor del capitalismo imperial, que desde entonces ha sido hegemónico. EEUU, envalentonado con su éxito, soñó a partir de los años 90 con el poder omnímodo, con ser el centro del mundo en una era poshistórica. Y estuvo muy cerca de lograrlo.
La voltereta estratégica que conduce a este momento mundial tiene que ver con un cambio previo en la vocación de EEUU, que dejó de ser un consumidor neto y pasó a ser el principal productor de petróleo del mundo, merced a la incorporación de una “nueva tecnología”, término engañoso porque no se refiere a grandes avances científicos y técnicos, sino a la aceptación de una bárbara modalidad de explotación del crudo que se esconde en las piedras, rompiéndolas mediante el contaminante procedimiento de potentes chorros de agua, es decir, el fracking o fractura hidráulica.
Los petróleos obtenidos de esa manera (llamados de esquisto, de lutitas o shale) entraron con gran fuerza al mercado mundial, le quitaron poder a los productores de crudos convencionales (OPEP y No-OPEP)y le dieron a EEUU una autonomía energética de la que no disfrutaba hacía décadas.
Esta ventajosa posición llevó a Donald Trump a pretender revivir los tiempos de Reagan y hacer nuevas promesas de someter a los demás productores del mundo, incluidos los integrantes de la OPEP.
Pero la gran crisis del Coronavirus ha venido a sumarse a una ya encarnizada guerra de precios (en la que participan protagónicamente, desde hace meses, EEUU, Arabia Saudita y Rusia), para dejar al petróleo en unos niveles mínimos, insostenibles para todos los productores, pero especialmente para los de EEUU, porque extraer y procesar crudos de esquisto cuesta bastante más que explotar petróleos convencionales livianos y medianos.
Enfrascado en una nueva versión de la Guerra Fría, con China y Rusia como contendientes de gran magnitud en lo económico y lo militar, un EEUU zarandeado por el Coronavirus ha tenido que pasar el trago amargo de pactar con la OPEP, con Rusia e, incluso, con, otro factor de peso en la ecuación petrolera del hemisferio, el México que Trump tanto ha menospreciado desde antes de su arribo al poder.
Días antes de la reunión que ha dado este resultado, el experto en asuntos geoestratégicos Vladimir Adrianza, se adelantaba a los hechos al decir que la pérdida de la rentabilidad de los petróleos obtenidos mediante el fracking, podría llevar a Washington a participar en un tipo de acuerdo de nuevo cuño para recuperar los precios, con miembros de la OPEP y con grandes actores independientes de este mercado, como Rusia.
Semejante contradicción con la postura de EEUU en el pasado tiene también un propósito típico y una explicación muy propios del sistema de reparto de poder estadounidense: salvar las empresas que financian las carreras de los dirigentes políticos. La caída de los precios petroleros está llevando a la quiebra a la industria del crudo de esquistos, que ha hecho enormes aportes para las campañas de republicanos y demócratas por igual, en todas las instancias del poder. Lograr un precio petrolero por encima de los 30 dólares, preferiblemente cercano a los 40 por barril, es una manera de rescatarlos de la bancarrota y de asegurarse sus propias finanzas como partidos e individualmente.
El singular acuerdo, que implica sacar del mercado diez millones de barriles diarios, se convierte así en la esperanza de gobiernos ubicados en antípodas: si funciona, debe ayudar a Trump, por los motivos ya señalados; a Vladímir Putin, por ser Rusia una de las grandes potencias petroleras del momento; y también a los asediados y bloqueados gobiernos de Irán, Siria y Venezuela.
Los más pesimistas creen que el pacto fracasará, no por la heterogeneidad de los participantes, sino porque el impacto negativo de la pandemia será tan profundo que la demanda de crudo seguirá en caída por mucho tiempo y, por tanto, no habrá recorte de producción que valga para mejorar los precios.
Si volvemos a la frase de Reagan, tal vez lo que esté pasando es que tanto la OPEP como EEUU están igualmente de rodillas.
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