Libertador Simón Bolivar,
Lima, 21 de febrero de 1825
A 190 años del asesinato del Gran Mariscal Antonio José de Sucre; fiel compañero del Libertador Simón Bolívar, quienes junto a un ejército de patriotas internacionalistas, pusieron fin al dominio del imperio español en el continente.
El general Antonio José de
Sucre nació en la ciudad de Cumaná, en las provincias de Venezuela, el año de
1795, de padres ricos y distinguidos.
Recibió su primera educación
en la capital, Caracas. En el año de 1808 principió sus estudios de matemáticas
para seguir la carrera de ingeniero. Empezada la revolución se dedicó a esta
arma y mostró desde los primeros días una aplicación y una inteligencia que lo hicieron
sobresalir entre sus compañeros.
Muy pronto empezó la guerra,
y desde luego el general Sucre salió a campaña. Sirvió a las órdenes del
general Miranda con distinción en los años 11 y 12. Cuando los generales Mariño,
Piar, Bermúdez y Valdés emprendieron la reconquista de su patria, en el año de 13,
por la parte oriental, el joven Sucre les acompañó a una empresa la más
atrevida y temeraria. Apenas un puñado de valientes que no pasaban de ciento, intentaron y lograron
la libertad de tres provincias.
Sucre siempre se distinguía
por su infatigable actividad, por su inteligencia y por su valor. En los
célebres campos de Maturín y Cumaná se encontraba de ordinario al lado de los más
audaces, rompiendo las filas enemigas, destrozando ejércitos contrarios con
tres o cuatro compañías de voluntarios que componían todas nuestras fuerzas. La
Grecia no ofrece prodigios mayores.
Quinientos paisanos armados,
mandados por el intrépido Piar, destrozaron a ocho mil españoles en tres
combates en campo raso. El general Sucre era uno de los que se distinguían en
medio de estos héroes.
El general Sucre sirvió el
E.M.G. del Ejército de Oriente desde el año de 1816 hasta el de 1817, siempre
con aquel celo, talento y conocimientos que lo han distinguido tanto. Él era el
alma del ejército en que servía. Él metodizaba todo: él lo dirigía todo, mas, con
esa modestia, con esa gracia, con que hermosea cuanto ejecuta. En medio de las combustiones
que necesariamente nacen de la guerra y de la revolución, el general Sucre se
hallaba frecuentemente de mediador, de consejero, de guía, sin perder nunca de
vista la buena causa y el buen camino. Él era el azote del desorden y, sin
embargo, el amigo de todos.
Su adhesión al Libertador y
al Gobierno lo ponían a menudo en posiciones difíciles, cuando los partidos
domésticos encendían los espíritus. El general Sucre quedaba en la tempestad
semejante a una roca, combatida por las olas, clavados los ojos en su patria, y
sin perder, no obstante, el aprecio y amor de los que combatía.
Después de la batalla de
Boyacá, el general Sucre fue nombrado Jefe del Estado Mayor General Libertador,
cuyo destino desempeñó con su asombrosa actividad. En esta capacidad asociado
al general Briceño y al coronel Pérez, negoció el armisticio y regularización
de la guerra con el general Morillo el año de 1820.
Este tratado es digno del
alma del general Sucre: la benignidad, la clemencia, el genio de la
beneficencia lo dictaron: él será eterno como el más bello monumento de la
piedad aplicada a la guerra: él será eterno como el nombre del vencedor de
Ayacucho.
Luego fue destinado desde
Bogotá a mandar la división de tropas que el Gobierno de Colombia puso a sus
órdenes para auxilia a Guayaquil, que se había insurreccionado contra el
Gobierno español. Allí Sucre desplegó su genio conciliador, cortés, activo,
audaz.
Dos derrotas consecutivas
pusieron a Guayaquil al lado del abismo. Todo estaba perdido en aquella época:
nadie esperaba salud, sino en un prodigio de la buena suerte. Pero el general
Sucre se hallaba en Guayaquil, y bastaba su presencia para hacerlo todo. El pueblo
deseaba librarse de la esclavitud: el general Sucre dirigió este noble deseo
con acierto y con gloria. Triunfa en Yaguachi, y libra así a Guayaquil. Después
un nuevo ejército se presentó en las puertas de esta misma ciudad, vencedor y
fuerte.
El general Sucre lo conjuró,
lo rechazó sin combatirlo. Su política logró lo que sus armas no habían
alcanzado. La destreza del general Sucre obtuvo un armisticio del general
español, que en realidad era una victoria.
Gran parte de la batalla de
Pichincha se debe a esta hábil negociación; porque sin ella, aquella célebre
jornada no habría tenido lugar. Todo habría sucumbido entonces, no teniendo a
su disposición el general Sucre medios de resistencia.
El General Sucre formó, en
fin, un ejército respetable durante aquel armisticio con las tropas que levantó
en el país, con las que recibió del Gobierno de Colombia y con la división del
general Santa Cruz que obtuvo del Protector del Perú, por resultado de su incansable
perseverancia en solicitar por todas partes enemigos a los españoles poseedores
de Quito.
La campaña que terminó la
guerra del Sur de Colombia, fue dirigida y mandada en persona por el general
Sucre; en ella mostró sus talentos y virtudes militares; superó dificultades
que parecían invencibles; la naturaleza le ofrecía obstáculos, privaciones y
penas durísimas. Mas a todo sabía remediar su genio fecundo.
La batalla de Pichincha
consumó la obra de su celo, de su sagacidad y de su valor. Entonces fue
nombrado en premio de sus servicios, General de División e Intendente del
Departamento de Quito. Aquellos pueblos veían en él su Libertador, su amigo; se
mostraron más satisfechos del jefe que les era destinado, que de la libertad
misma que recibían de sus manos. El bien dura poco; bien pronto lo perdieron.
La pertinaz ciudad de Pasto
se subleva poco después de la capitulación que les concedió el Libertador con
una generosidad sin ejemplo en la guerra.
La de Ayacucho que acabamos
de ver con asombro no le era comparable. Sin embargo, este pueblo ingrato y
pérfido obligó al general Sucre a marchar contra él, a la cabeza de algunos
batallones y escuadrones de la guardia colombiana. Los abismos, los torrentes,
los escarpados precipicios de Pasto fueron franqueados por los invencibles
soldados de Colombia. El general Sucre los guiaba, y Pasto fue nuevamente
reducido al deber.
El general Sucre, bien
pronto fue destinado a una doble misión, militar y diplomática cerca de este
Gobierno, cuyo objeto era hallarse al lado del Presidente de la República para intervenir
en la ejecución de las operaciones de las tropas colombianas auxiliares del
Perú. Apenas llegó a esta capital, cuando el Gobierno del Perú le instó,
repetida y fuertemente, para que tomase el mando del ejército unido; él se denegó
a ello, siguiendo su deber y su propia moderación, hasta que la aproximación
del enemigo con fuerzas muy superiores convirtió la aceptación del mando en una
honrosa obligación. Todo estaba en desorden; todo iba a sucumbir sin el jefe
militar que pusiese en defensa la plaza del Callao, con las fuerzas que
ocupaban esta capital. El general Sucre tomó, a su pesar, el mando.
El Congreso que había sido
ultrajado por el presidente Riva-Agüero, depuso a este magistrado luego que
entró en El Callao, y autorizó al general Sucre para que obrase militar y
políticamente como Jefe Supremo. Las circunstancias eran terribles,
urgentísimas: no había que vacilar sino obrar con decisión.
El general Sucre renunció,
sin embargo, el mando que le confería el Congreso, el que siempre insistía con
mayor ardor en el mismo empeño, como que era él el único hombre que podía
salvar la patria en aquel conflicto tan tremendo. El Callao encerraba la caja
de Pandora, y al mismo tiempo era un caos.
El enemigo estaba a las
puertas con fuerzas dobles; la plaza no estaba preparada para un sitio: los
cuerpos de ejército que la guarnecían eran de diferentes Estados; de diferentes
partidos; el Congreso y el Poder Ejecutivo luchaban de mano armada; todo el
mundo mandaba en aquel lugar de confusión, y al parecer el general Sucre era
responsable de todo.
Él, pues, tomó la resolución
de defender la plaza, con tal que las autoridades supremas la evacuasen, como
ya se había determinado de antemano por parte del Congreso y del Poder Ejecutivo.
Aconsejó a ambos cuerpos que se entendiesen y transigiesen sus diferencias en Trujillo,
que era el lugar designado para su residencia.
El general Sucre tenía
órdenes positivas de su Gobierno de sostener al del Perú, pero de abstenerse de
intervenir en sus diferencias instestinas; ésta fue su conducta invariable, observando
religiosamente sus instrucciones.
Por lo mismo, ambos partidos
se quejaban de indiferencia, de indolencia, de apatía por parte del general de
Colombia, que si había tomado el mando militar, había sido con suma repugnancia,
y sólo por complacer a las autoridades peruanas; pero bien resuelto a no ejercer
otro mando que el estrictamente militar. Tal fue su comportamiento en medio de
tan difíciles circunstancias. El Perú puede decir si la verdad dicta estas
líneas.
Las operaciones del general
Santa Cruz en el Alto Perú habían empezado con buen suceso y esperanzas
probables. El general Sucre había recibido órdenes de embarcarse con cuatro mil
hombres de las tropas aliadas, hacia aquella parte. En efecto, dirige su marcha
con tres mil colombianos y chilenos: desembarca en el puerto de Quilca, y toma
la ciudad de Arequipa.
Abre comunicaciones con el
general Santa Cruz que se hallaba en el Alto Perú: a pesar de no recibir demanda
alguna de dicho general de auxilios, dispone todo para obrar inmediatamente
contra el enemigo común.
Sus tropas habían llegado
muy estropeadas, como todas las que hacen la misma navegación: los caballos y
bagajes, había costado una inmensa dificultad obtenerlos: las tropas de Chile
se hallaban desnudas, y debieron vestirse antes de emprender una campaña
rigurosa.
Sin embargo todo se efectuó
en pocas semanas. Ya la división del general Sucre había recibido parte del
general Santa Cruz, que le llamaba en su auxilio, y algunas horas después de la
recepción de este parte estaba en marcha, cuando se recibió el triste anuncio
de la disolución de la mayor parte de la división peruana en las inmediaciones
del Desaguadero.
Por entonces todo cambiaba
de aspecto. Era, pues, indispensable mudar de plan. El general Sucre tuvo una
entrevista con el general Santa Cruz en Moquegua, y allí combinaron sus
ulteriores operaciones. La división que mandaba el general Sucre vino a Pisco,
y de allí pasó, por orden del Libertador, a Supe para oponerse a los planes de
Riva-Agüero que obraba de concierto con los españoles.
En estas circunstancias el
general Sucre instó al Libertador para que le permitiese ir a tomar el valle de
Jauja con las tropas de Colombia, para oponerse allí al general Canterac que
venía del Sur. Riva-Agüero había ofrecido cooperar a esta maniobra; mas su
perfidia pretendía engañarnos. Su intento era dilatarla hasta que llegasen los
españoles, sus auxiliares. Tan miserable treta no podía alucinar al Libertador,
que la había previsto con anticipación, o más bien que la conocía por
documentos interceptados de los traidores y de los enemigos.
El general Sucre dio en
aquel momento brillante testimonio de su carácter generoso. Riva-Agüero lo había
calumniado atrozmente: lo suponía autor de los decretos del Congreso; el agente
de la ambición del Libertador; el instrumento de su ruina. No obstante esto, Sucre
ruega encarecida y ardientemente al Libertador para que no lo emplee en la campaña
contra Riva-Agüero, ni aun como simple soldado; apenas se pudo conseguir de él
que siguiese como espectador, y no como Jefe del ejército unido; su resistencia
era absoluta.
Él decía que de ningún modo
convenía la intervención de los auxiliares en aquella lucha, e infinitamente
menos la suya propia, porque se le suponía enemigo personal de Riva-Agüero, y
competidor al mando. El Libertador cedió con infinito sentimiento, según se
dijo, a los vehementes clamoreos del general Sucre.
Él tomó en persona el mando
del ejército, hasta que el general La Fuente por su noble resolución de ahogar
la traición de un jefe, y la guerra civil de su patria, prendió a Riva-Agüero y
a sus cómplices. Entonces el general Sucre volvió a tomar el mando del
ejército; lo acantonó en la provincia de Huailas donde se le ordenó; allí su
economía desplegó todos sus recursos para mantener con comodidad y agrado las tropas
de Colombia. Hasta entonces aquel departamento había producido muy poco o nada
al Estado.
Sin embargo el general Sucre
establece el orden más estricto para la subsistencia del ejército, conciliando
a la vez el sacrificio de los pueblos y disminuyendo el dolor de las exacciones
militares con su inagotable bondad y con su infinita dulzura. Así fue que el
pueblo y el ejército se encontraron tan bien, cuanto las circunstancias lo
permitían.
Sucre tuvo orden de hacer un
reconocimiento de la frontera, como lo efectuó con el esmero que acostumbra, y
dictó aquellas providencias preparatorias que debían servirnos para realizar la
próxima campaña. Cuando la traición del Callao y de Torre-Tagle llamaron a los
enemigos a Lima, el general Sucre recibió órdenes de contrarrestar el
complicado sistema de maquinaciones pérfidas que se extendió en todo el
territorio contra la libertad del país, la gloria del Libertador y el honor de los
colombianos.
El general Sucre combatió
con suceso a todos los adversarios de la buena causa; escribió con sus manos resmas de papel para
impugnar a los enemigos del Perú y de la libertad; para sostener a los buenos,
para confortar a los que empezaban a desfallecer por los prestigios del error
triunfante. El general Sucre escribía a sus amigos que más interés había tomado
por la causa del Perú, que por una que le fuese propia o perteneciese a su
familia. Jamás había desplegado un celo tan infatigable; mas sus servicios no
se vieron burlados: ellos lograron retener en la causa de la patria, a muchos que
la habrían abandonado sin el empeño generoso de Sucre.
Este general tomó al mismo
tiempo a su cargo la dirección de los preparativos que produjeron el efecto
maravilloso de llevar el ejército al valle de Jauja por encima de los Andes,
helados y desiertos.
El ejército recibió todos
los auxilios necesarios debidos, sin duda, tanto a los pueblos peruanos que los prestaban como al
jefe que los había ordenado tan oportuna y discretamente.
El general Sucre después de
la acción de Junín se consagró de nuevo a la mejora y alivio del ejército. Los
hospitales fueron provistos por él, y los piquetes que venían de alta al
ejército, eran auxiliados por el mismo general: estos cuidados dieron al
ejército dos mil hombres, que quizá habrían perecido en la miseria sin el
esmero del que consagraba sus desvelos a tan piadoso servicio. Para el general
Sucre todo sacrificio por la humanidad y por la patria, parece glorioso.
Ninguna atención bondadosa es indigna de su corazón: él es el general del soldado.
Cuando el Libertador lo dejó
encargado de conducir la campaña durante el invierno que entraba, el general
Sucre desplegó todos los talentos superiores que lo han conducido a obtener la
más brillante campaña de cuantas forman la gloria de los hijos del nuevo mundo.
La marcha del ejército unido
desde la provincia de Cochabamba hasta Huamanga, es una operación insigne,
comparable quizá a la más grande que presenta la historia militar.
Nuestro ejército era
inferior en mitad al enemigo, que poseía infinitas ventajas materiales sobre el
nuestro. Nosotros nos veíamos forzados a desfilar sobre riscos, gargantas,
ríos, cumbres, abismos, siempre en presencia de un ejército enemigo, y siempre
superior. Esta corta, pero terrible campaña, tiene un mérito que todavía no es
bien conocido en su ejecución: ella merece un César que la describa.
La batalla de Ayacucho es la
cumbre de la gloria americana, y la obra del general Sucre. La disposición de
ella ha sido perfecta, y su ejecución divina. Maniobras hábiles y prontas desbarataron
en una hora a los vencedores de catorce años, y a un enemigo perfectamente constituido
y hábilmente mandado. Ayacucho es la desesperación de nuestros enemigos.
Ayacucho, semejante a
Waterloo, que decidió del destino de Europa, ha fijado la suerte de las
naciones americanas. Las generaciones venideras esperan la victoria de Ayacucho
para bendecirla y contemplarla sentada en el trono de la libertad, dictando a
los americanos el ejercicio de sus derechos, y el imperio sagrado de la
naturaleza.
El general Sucre es el padre
de Ayacucho: es el redentor de los hijos del Sol: es el que ha roto las cadenas
con que envolvió Pizarro el imperio de los Incas. La posteridad representará a Sucre
con un pie en el Pichincha y el otro en el Potosí, llevando en sus manos la
cuna de Manco-Capac y contemplando las cadenas del Perú, rotas por su espada.
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